lunes, 25 de julio de 2016

El DISTRITO de SINISTRA - de Ádám Bodor












En la Hungría de los años de acero un forastero llega al Distrito de Sinistra, una región en las montañas de Transilvania fronteriza con Ucrania. Llega sin papeles para no ser identificado, puesto que viene buscando a su hijo adoptivo, recluido en esa zona que sirve como colonia penitenciaria.
El autor compone su novela como un conjunto de relatos en los que desgrana la vida de los personajes que conviven en este cerrado microcosmos. Los títulos de los capítulos así lo delatan: El nombre de Coca Mavrodin, El marido de Elvira Spiridon, El amor de Hamza Petrika, la oreja de Géza Hutira, el Santo de Gábriel Dunka, etc.
La lectura de esta obra provoca una especie de incredulidad o sensación de paradoja. El narrador adopta un tono ingenuo para describir escenas cotidianas y hasta bucólicas en un entorno evidentemente opresor y tiránico. El comandante de turno, primero el coronel Borcan y luego la comandante Coca Mavrodin, tienen intervenidas las vidas: reparten nuevas identidades, puestos y mujeres como si fuesen muebles, mientras todos permanecen indiferentes. Todos se comportan como extranjeros. Narrado de forma amable, el libro no escamotea las situaciones kafkianas que viven unos personajes a cada cual más esperpéntico. El único afectado y sorprendido será el lector.
Cuando Andrei Bodor -rebautizado así por el coronel Borcan- llega a Sinistra, le recomiendan que no diga su nombre, que responda con evasivas. La opresión, el colectivismo, la miseria son los ingredientes de esta libertad vigilada.
"-Ya ves que por nuestra parte la confianza es plena -decía Nikifor Tescovina-. Y verás que casi nadie te preguntará de dónde eres ni de dónde vienes. Y tú tampoco se lo digas a nadie por iniciativa propia, oye. Si alguien te lo pregunta por alguna casualidad o pretende interrogarte, tú miente.
-Vaya, pues así será. Espero acostumbrarme. A cada cual le contaré una historia diferente.
-Veo que ya sabes por dónde van los tiros. Y olvídate de tu nombre ahora mismo. Hasta el punto de que si por azar oyes a alguien susurrrarlo, tú ni te inmutes. Tú pon siempre cara de póquer." pág 29
Paisaje de Transilvania
El lirismo de las abundantes descripciones y el bucolismo rural contrastan enormemente con unos personajes sumidos en la miseria que sobreviven entregados a tareas en el fondo inútiles. Como lector me sorprende el tono casi lírico describiendo un paisaje agreste y libre con unas vidas marcadas por la ignominia, donde el poder llega hasta a decidir si habrá epidemia o no.
"Hacia la noche del cuarto o quinto día, aparecieron de pronto los gansos grises con las luces descorazonadoras del crepúsculo y mandaron a todos a casa. Eran los hombres de Coca Mavrodin. (...)
Anunciaron, pues, que este año no se produciría la epidemia, de modo que no hacía falta vacuna alguna, y que todos se fueran a sus casas en paz. Después de engatusar a los practicantes para que saliesen de la consulta, ellos mismos se encargaron de sacar al patio las cajas con los medicamentos, y las aplastaron todas. Las numerosas ampollas crujían bajo sus pies, el aroma amargo de las vacunas se expandió a la vera de las vallas, se aposentó en los jardines entre ciruelos y hacinas y se mezcló con la hojarasca mojadas.
Era una buena noticia. De puntillas se dispersaron, por así decirlo, los guardabosques y otros seres huraños de esa guisa, todos un tanto confundidos por la sensación de alivio." pág 106 

¿Era una buena noticia y sensación de alivio
Esa resignación casi animal me confunde. Los personajes parece que carecen de valores y de futuro, se revuelcan en su abyección. 
El autor nos hace llegar la imponente presencia de las montañas, el aire gélido de las nevadas, los olores de las gencianas y el perfume embriagador del torvisco. También la miseria de las casas y el tacto de las ropas mugrientas. Consigue que todo sea muy vívido; pero sin conflicto. Las vidas y el tiempo están detenidos. El tiempo adquiere una textura de inmovilidad que hace que se estire como una pesadilla.
"Llevaba semanas, meses, quizás incluso años viviendo bajo el nombre falso de Andrei Bodor en el distrito de Sinistra..." pág 33 
"Me habría gustado aclarar con el camionero por cuánto estaba dispuesto a llevar a dos personas hasta la punta de los Balcanes, entre carnes congeladas y escarchadas. Por Gábriel Dunka me enteré de que esperaba en vano al turco, puesto que entretanto había descubierto -gracias a Géza Kökeny, que había pasado a verlo- que no era jueves, sino a lo sumo miércoles." pág 79
La vida es como una condena. El poder que se ejerce es omnímodo. La vigilancia no sólo quiere llegar a las opiniones y a los actos. Sino también a la conciencia. 
"Desapareció la peluquería de Dobrin City y cerró también la taberna; clausuraron todos aquellos establecimientos donde la gente podía hablar mientras esperaba." pág 38
Aunque sin brutalidad y narrados de forma desapasionada, no faltan episodios terribles como el incendio de la residencia de los guardabosques jubilados o la peripecia mortal de los hermanos albinos Hamza Petrika.
Bosque de los Cárpatos
Dado que el paisaje boscoso, las montañas y los ríos son como una cárcel, el único movimiento natural es la huida, que afrontan unos y otros. Hasta tal punto que el hijo adoptivo al que va a buscar Bodor, acaba queriéndose entregar y ni aún así se lo aceptan
"En el puesto de guardia, el coronel Jean Tomoioaga roncaba boca arriba sobre su camastro.
-No me tome a mal que lo despierte- le susurró Béla Bundasian al oído- , pero tengo la impresión de que todos se marchan y yo me quedo aquí, libre. Por favor, deténgame.
-No puedo, y no me pida usted una cosa así. Usted ha sido borrado del registro, ha dejado de existir entre nosotros. Le digo que se marche, que se largue de aquí." pág 196

Finalmente ni aun el hijo castigado injustamente es una figura rebelde; sino que asume el status de todos ellos, seres doblegados por la tiranía que se adaptan a una vida de extravagancia e ignominia.
Tan confundido me tenía esta novela que busqué información suplementaria. Tuve la suerte de encontrar el clarificador ensayo de Antònia Escandell Tur, que aporta contexto: EL DISTRITO DE SINISTRA, de Ádám Bodor: Un cuento de hadas sobre el totalitarismo.
"Y sin embargo existe una literatura rumana contemporánea que arranca del surrealismo más nihilista (aunque éste a menudo adoptara la forma de otras lenguas; existe la creencia de que el término dadaísmo tiene su origen en el adverbio de afirmación rumano da), aquel que, con Tristan Tzara a la cabeza, encuentra en dramaturgos como Eugène Ionescu o escritores como Max Blecher sendas vías de desarrollo hacia el retrato del absurdo subyacente en el tedio cotidiano o hacia la expresión de un profundo desarraigo existencial, respectivamente. A este potente substrato cabe añadirle la importancia de la obra de Franz Kafka, en cuyos laberintos la mayoría de escritores centroeuropeos parecen haberse adentrado con mucha más naturalidad de lo que suele hacerse en Occidente.
Si a todo ello sumamos la historia reciente que tienen en común los países pertenecientes al antiguo bloque soviético, caracterizada por regímenes totalitarios deshumanizadores y feroces censuras, el resultado es una literatura potentísima. Una de sus muchas vertientes encuentra acomodo en lo que Carolina Díaz ha denominado con acierto «fábula del gulag», y que la autora define como «subdivisión menos placentera del realismo mágico [...] que ha sido cultivada con celo por varias generaciones de escritores, desde Ismael Kadaré hasta Lazlo Krasnahorkai, en los Estados del Pacto de Varsovia» (...) Ese aire onírico que caracteriza el paisaje de Sinistra tiene una calidad correosa que en todo caso cabría emparentar con la atmósfera tóxica y desesperanzada de la Santa María de Juan Carlos Onetti. Ádám Bodor parece utilizar (como lo hace también magistralmente otro escritor de sensibilidad análoga, el checo Bohumil Hrabal) el mismo lenguaje eufemístico, inocentón e insoportablemente optimista de la propaganda del régimen. Pero lo que empieza siendo mera descripción de escenas idílicas propias del bucolismo rural en que solía abundar dicha propaganda acaba por mostrar a unos personajes crueles sin excepción, que se saben simple utillaje del aparato represor y que, a merced de los caprichos de éste, viven sumidos en la miseria."








Ádám Bodor nació en 1936 en Cluj-Napoca, una ciudad rumana de población magiar ubicada en la región de Transilvania. A los 17 años fue detenido y encarcelado por la policía secreta rumana y más tarde por la húngara; primero por ser magiar, después por anticomunista. «Estar encarcelado fue una experiencia muy dura pero muy enriquecedora, que ha determinado mi visión del mundo y cuyas consecuencias aún siguen vigentes en mi vida», ha declarado el autor. Aun así sus obras no se resuelven en la queja o la denuncia moral, sino que se decanta hacia lo más esencial de la experiencia humana sometida a un régimen totalitario al que, por cierto, nunca hace referencia explícita.

domingo, 24 de julio de 2016

THE PURGE: ELECTION YEAR - de James DeMonaco

¡Ostia tú, pero cómo hemos llegado hasta aquí!
Aquel engendro inicial -La Purga-, que sólo contaba con una idea, se ha desarrollado de forma increíble logrando una notable segunda parte y entregando ahora una tercera realmente entretenida.
El director y guionista de esta inusitada trilogía ha venido elevando su punto de mira desde un simple asalto a una casa, al retrato inmisericorde de la ciudad e implicando ahora a la nación entera con la parafernalia de unas elecciones presidenciales.

En 2013, La Purga introdujo un concepto interesante de terror: En un futuro cercano el gobierno permite cometer crímenes impunemente durante una noche al año. Para deshacerse de la rabia, la ira y la frustración, predican los Nuevos Padres Fundadores. Aquella primera película no fue más allá de plantear la situación sin mayor recorrido. Un año después DeMonaco insistía con La Purga: Anarquía, en la que a través de un grupo de personajes recorría la ciudad para encontrar a los distintos tipos de lobos y desnudar la violencia de estado. Todo ello entretejido con una tensa historia de venganza.

En este año 2016, nos entrega La Purga: Año de Elecciones, centrada en el debate sociopolítico que sustenta esa noche. La verdad es que la cinta está lejos de plantear una alegoría. Las ideas que maneja son meros lugares comunes (en la purga los que más mueren son los negros y los pobres -del mismo modo que ahora son los que llenan las cárceles-, o la purga es en realidad un aceleramiento de la ley del más fuerte, o el sistema (incluidos los seguros que pretenden contratar) es una estafa. Todo esto aparecía tangencialmente en la segunda y allí tenía fuerza (los ricos compraban personas para purgarse o aparecía un broker colgado en las puertas de Wall Street) provocando una sonrisa torcida. Al ser más explícito y necesitar desarrollo el argumento sociopolítico queda empobrecido.

Lo más irreverente que encuentro es la idea del asesinato como un industria del turismo, toda vez que a la noche de la Purga acuden genten de todo el mundo. También la parodia de los símbolos de la sociedad norteamericana. Ahí están las icónicas máscaras del Tío Sam, el venerado Lincoln o la propia estatua de la Libertad recorriendo las calles hacha en mano para purgar su violencia continuada. Del mismo modo me llaman la atención los argumentos de los Nuevos Padres Fundadores: "La Purga sirve para erradicar el crimen. La Purga salvó a este país de su crisis económica". Los encuentro tan zafios y contradictorios como geniales en su absurdo; seguramente sacados de los discursos políticos de tipos como Donald Trump.

Aunque....seamos serios. La película es un potente thriller donde prima la tensión y el impacto. Las calles se convierten en una trampa mortal. 
La senadora Charlie Roan (Elizabeth Mitchell), candidata a la Presidencia, reivindica la supresión de la Purga anual. Su campaña está resquebrajando el sistema; pero precisamente la noche de la Purga ofrecerá una oportunidad a los Nuevos Padres Fundadores para corregir la anomalía. La senadora se convierte en objetivo de caza. El hilo conductor que relaciona esta película con la anterior, es el policía Leo Barnes (Frank Grillo) que en la anterior decidió no culminar su venganza y abominar de la Purga. Ahora dirige la seguridad de la senadora y el trabajo será abrumador.

El guión está bien estructurado y logra hacer confluir a todos los implicados (los Nuevos Padres, un grupo rebelde que planea una purga al revés y los que protegen a la senadora) en un desenlace potente.

Estrenada hoy supone todo un juego de espejos con nuestra realidad actual. Hay una senadora que se propugna como presidenta (Hillary Clinton acaba de ser nominada por el Partido Demócrata) y, como una cruel ironía, el presidente Erdogan en Turquía, está respondiendo al intento de golpe de estado con una desaforada purga de miles de detenidos, 60.000 personas retiradas de sus puestos y la reinstaruación de la pena de muerte asomando sus fauces.

La trilogía tiene esa pinta bizarra y de serie B que encontramos en películas como 2013: Rescate en Nueva York, o WestWorld (Almas de metal); donde nos muestran un mundo cercano pero extraño, aunque sólo por una pequeña modulación. 
Alguién señaló que cada crisis produce sus propias películas de terror. King Kong era el monstruo de la recesión del 29. No creo que en un futuro cercano se vea La Purga como la película de nuestros miedos, sean la superpoblación, el paro o la xenofobia. Sin embargo, me encontré el cine con un llenazo total, la sala rebosando de jóvenes veinteañeros y un aplauso final: ¿?
Se da la circunstancia de que cuando una lolita, vestida con un traje de novia ensangrentado, ha gritado en pantalla "¡esta noche he empezado matando a mis padres y voy a continuar....!" Uno de estos jóvenes ha gritado "¡con mi profe de mates!"
Está claro que la película sirve para desfogar. 

sábado, 16 de julio de 2016

El CANDOR del PADRE BROWN - de G. K. Chesterton










Chesterton pertenece a esa estirpe narradores proteicos que todo lo que tocan lo convierten en literatura. En muchos de sus libros y sobretodo en los relatos del Padre Brown su gusto se decanta por el misterio. El padre Brown es un curita bajo e insignificante en el que pocos reparan; como los pequeños detalles que él recoge con pulcritud para resolver los misterios con lógica implacable.

Chesterton se sintió atraído por el catolicismo desde muy joven y en 1922 abandonó el protestantismo, siendo bautizado en su nueva religión por su amigo, el padre O´Connor, modelo de su detective. 
Las historias del cura esconden un puñado de paradojas a las que tan aficionado era Chesterton: siendo el protagonista, el autor no se preocupó de hacerlo simpático a los lectores. Es resabiado y está lejos del porte aristocrático de un Sherlock Holmes. Por otro lado siendo inglés lo concibió católico y papista. Y finalmente, siendo sacerdote de fe inquebrantable, se convierte en la voz de la razón y la lógica ante misterios que suelen imponer de inicio razones sobrenaturales y hasta demoníacas. Ésta es la ironía de Chesterton. Según Borges, "su obra más famosa la constituyen los cuentos del Padre Brown. Cada uno de ellos sugiere un hecho fantástico, que luego se resuelve racionalmente."

Este volumen es el que da a conocer al Padre Brown y consta de doce relatos. En ellos lo más interesante no está en la mera trama, sino en las reflexiones y el comportamiento del cura. A lo largo de las distintas tramas, él mismo tiene la oportunidad de definirse ante el rico, el ateo, el traidor o el criminal.

Más que el misterio le interesa al cura la redención del delincuente. Tal cosa ocurre con su compañero Flambeau. Si este personaje lo contraponemos a Valentin, jefe de la policía de París, podremos apreciar una de las constantes del padre Brown: La idea de que la línea que separa al criminal de su perseguidor puede ser débil y franqueable.

El volumen contiene media doce de relatos magistrales. El que da comienzo al libro es "La cruz azul" y en él Brown perseguirá al gigantón Flambeau, un ladrón de guante blanco que tras poner en jaque a la policía de media Europa termina siendo el mejor amigo y colaborador del Padre Brown. Su paso definitivo a las huestes de Brown será en la cuarta historia, "Las estrellas errantes". En este relato Flambeau aprovecha una representación de una obra de teatro de la Comedia del Arte para robar los diamantes conocidos como "Estrellas Errantes". El relato ofrece un interesante juego entre vida y teatro.

Otro cuento extraordinario es "La honradez de Israel Gow”, donde se conjuga un ambiente de misterio y casi de terror con la historia de un hombre extremadamente honrado. 
En la aventura titulada "El ojo de Apolo", el sacerdote visita las oficinas que Flambeau posee en Westminster. La joven Pauline Stacey aparece muerta en el hueco del ascensor. El Padre Brown acaba descubriendo que ha sido un doble crimen. Dos personas han preparado las cosas para que Pauline Stacey se encamine por sus propios pasos hacia su muerte:
"Entonces, Pauline estaba sola cuando cayó, ¿y se trata de un suicidio?
-Estaba sola cuando cayó -dijo el Padre Brown-, pero no se trata de un suicidio.
-Entonces ¿cómo murió?
-Asesinada.
-¡Pero si estaba sola! -objetó el detective.
-¡Fue asesinada cuando estaba sola! -contestó el sacerdote."
Chesteron era un agudo observador de la psicología humana. "Soy un hombre y, por lo tanto, tengo todos los demonios en mi corazón" declara el Padre Brown. Esto se demuestra en el relato noveno, "El martillo de Dios" y, sobretodo el undécimo, una obra maestra titulada "La muestra de ´la espada rota´"; relato que inspiró a Borges en su narración "Tema del traidor del héroe". Chesterton refiere la historia de St. Clare, sometido a juicio en mitad del desierto y ejecutado para limpiar el honor de Inglaterra y el de la hija de un general. Sus verdugos se conjuran para callar por siempre aunque las estatuas del traidor "entusiasmen por siglos y siglos".

El broche de oro de esta colección es "Los tres instrumentos de la muerte" y plantea un singular enigma. Nadie se explica cómo o por qué alguien ha podido asesinar a un viejecito tan adorable, a un hombre tan alegre y encantador. Nadie se lo explica, excepto el Padre Brown, que descubre la verdad sobre Sir Aaron y sobre su familia. Sus investigaciones le revelan que, en ciertas ocasiones, quienes más parecen afanarse en el bien común ocultan una doble personalidad.

Estilo notoriamente preciso, punzante ironía y dominio de la paradoja. Literatura de quilates.

viernes, 15 de julio de 2016

DONDE su FUEGO NUNCA se APAGA - de May Sinclair


Serie Narraciones Extraordinarias




o había nadie en el huerto. Con prudencia, sin hacer ruido con la aldaba, Harriet Leigh salió por el portón de hierro. Siguió el camino hasta el cerco, donde, bajo el saúco en flor, la esperaba el teniente de marina Jorge Waring. 
Años después, cuando pensaba en Jorge Waring, Harriet volvía a sentir el dulce y cálido olor de vino de la flor de saúco y cuando olía flores de saúco, reveía a Jorge Waring, con su hermosa cara de poeta o de músico, sus ojos negros y sus cabellos pardo oliva. 
Waring le había pedido que se casaran y había consentido. Pero su padre se oponía y ella había venido para decírselo y para despedirse de él; su barco partía al día siguiente. 
–Dice que somos demasiado jóvenes. 
–¿Cuánto quiere que esperemos? 
–Tres años. 
–¡Todavía tres años antes de casarnos! ¡Estaremos muertos! 
Lo abrazó para confortarlo. Él la abrazó más fuerte y después corrió a la estación, mientras ella volvía luchando con sus lágrimas. 
–En tres meses estará de vuelta. Habrá que esperar. 
Pero no volvió. Había muerto en un naufragio en el Mediterráneo. Harriet ya no temía una pronta muerte porque no podía seguir viviendo sin Jorge.

Harriet Leigh esperaba en la sala de su casita en Maida Vale, donde vivía desde la muerte de su padre. Estaba inquieta, no podía apartar los ojos del reloj; esperando las cuatro, la hora que había fijado Oscar Wade. Lo había rechazado el día antes y no estaba segura de que viniera.
Se preguntaba por qué lo recibía hoy, si ayer lo había rechazado definitivamente. No debería verlo, nunca. Le había explicado todo claramente. Se evocaba, tiesa en la silla, enardecida con su propia integridad, mientras él la escuchaba cabizbajo, avergonzado. De nuevo sentía el temblor de su voz, repitiendo que no podía, que debía comprenderla, que no cambiaría su decisión, que él tenía una esposa y que no debían olvidarlo. 
Oscar respondió indignado:
–No necesito pensar en Muriel. Sólo vivimos juntos para guardar las apariencias.
–Y para guardar las apariencias debemos dejar de vernos. Oscar, por favor, váyase.
–¿Lo dice en serio?
–Sí. Ya no debemos vernos.
Oscar se había alejado, vencido. Lo veía cuadrando sus anchas espaldas para soportar el golpe. Le daba lástima. Había sido cruel sin necesidad. Ahora que había trazado un límite, ¿por qué no podían verse? Hasta ayer ese límite no era claro. Hoy quería pedirle que olvidara lo que le había dicho. Eran las cuatro. Las cuatro y media. Las cinco. Ya había tomado el té y renunciado a verlo, cuando llegó. Vino como otras veces: con su paso mesurado y cauto, sus anchas espaldas erguidas con arrogancia. Era un hombre de unos cuarenta años, alto y ancho, de caderas estrechas y cuello corto, cara grande y cuadrada y rasgos hermosos. El bigote, muy corto, pardo rojizo, se erizaba sobre el labio superior. Sus ojos pequeños brillaban, pardos, rojizos, ansiosos y animales. Le gustaba pensar en él cuando estaba lejos pero siempre tenía un sobresalto al verlo. Físicamente distaba mucho de su ideal; era tan distinto de Jorge Waring...

Se sentó frente a ella. Hubo un silencio incómodo que interrumpió Oscar Wade.
–Harriet, usted me dijo que yo podía venir. –Parecía que quería echarle toda la responsabilidad. –Espero que me haya perdonado.
–Sí, Oscar. Lo he perdonado.
Le dijo que se lo demostrara yendo a cenar con él. Accedió sin saber por qué.
La llevó al restaurante Schubler. Oscar Wade comía como un gourmet, dando importancia a cada plato. A ella le gustaba su ostentosa generosidad: no tenía ninguna de las virtudes mezquinas.
Terminó la cena. Su congestión silenciosa decía lo que estaba pensando. Pero la acompañó hasta su casa y se despidió en el portón.
Harriet no sabía si alegrarse o entristecerse. Había gozado un momento de exaltación virtuosa, pero no hubo alegría en las semanas siguientes. Había renunciado a Oscar Wade, porque no la atraía mucho, y ahora lo deseaba con furia, con perversidad, porque había renunciado a él.

Cenaron juntos varias veces. Ya conocía de memoria el restaurante. Las paredes blancas con paneles de contornos dorados, los pilares blancos y dorados, las alfombras turcas, azul y carmesí, los almohadones de terciopelo carmesí, que se prendían a sus faldas, los destellos de plata y de cristalería de las mesas circulares. Y las caras de los clientes y las luces en las pantallas rojas. Y la cara de Oscar, roja por la cena. Siempre, cuando él se echaba hacia atrás en la silla, Harriet sabía en qué pensaba. Alzaba los párpados pesados y la miraba, caviloso. Ahora sabía en qué iba a acabar todo. Pensaba en Jorge Waring y en su propia vida desilusionada. No lo había elegido a Oscar, realmente no lo había deseado, pero ya no podía dejarlo ir.
Estaba segura de lo que iba a ocurrir. Pero no sabía cuándo ni dónde. Ocurrió al final de una noche, cuando cenaron en una salita reservada. Oscar había dicho que no podía soportar el calor y el ruido del comedor. Ella subió adelante; por una empinada escalera con alfombra roja, hasta la puerta del segundo piso.
De tiempo en tiempo repitieron la furtiva aventura, en el cuarto del restaurante o en su casa, cuando no estaba la sirvienta. Pero no convenía arriesgarse.
Oscar se declaraba feliz. Harriet dudaba. Esto era el amor, lo que nunca había tenido, lo que había soñado y deseado con hambre y sed; ahora lo tenía. No estaba satisfecha. Siempre esperaba algo más, algún éxtasis que se anunciaba y no llegaba. Algo la repelía en Oscar; pero, como era su amante, no podía admitir que fuera un dejo de grosería.
Para justificarse pensaba en sus buenas cualidades, su generosidad, su fuerza. Le hacía hablar de sus oficinas, de su fábrica, de sus máquinas, le pedía prestados los libros que él leía. Pero siempre que trataba de conversar con él, le hacía sentir que no era para eso que estaban juntos, que toda la conversación que un hombre necesita la tiene con sus amigos. 

–Lo malo es que nos veamos de un modo tan fugaz; deberíamos vivir juntos; es lo único razonable –dijo Oscar.
Tenía un plan. Su suegra vendría a vivir con Muriel en octubre. Podría ir a París y encontrarse allí con Harriet.
En un hotel de la Rue de Rivoli, estuvieron dos semanas. Pasaron tres días locamente enamorados. Cuando se despertaba encendía la luz y lo miraba dormir. El sueño lo volvía inocente y suave, ocultaba sus ojos, le afinaba la expresión de la boca.
Después empezó la reacción. Al final del décimo día, volviendo de Montmartre, Harriet estalló en un ataque de llanto. Cuando le preguntaron por qué, dijo, al azar, que el Hotel Saint Pierre era horrible.
Con indulgencia, Oscar explicó su estado como de fatiga, causada por una agitación continua. Trató de creer que estaba deprimida, porque su amor era más puro y espiritual que el de Oscar; pero sabía perfectamente que había llorado de aburrimiento. Estaban enamorados, y se aburrían mutuamente. En la intimidad, no podían soportarse.
Al fin de la segunda semana, empezó a dudar de haberlo querido alguna vez.

En Londres, por un tiempo, volvieron a entusiasmarse. Lejos del esfuerzo artificial que les había impuesto París, quisieron persuadirse de que el antiguo régimen de aventura furtiva era más adecuado a sus temperamentos románticos. 
Pero los perseguía el temor de que los descubrieran. Durante una corta enfermedad de Muriel, pensó con terror que esta podía morir; ya nada le impediría casarse con Oscar; él seguía jurando que si estuviera libre se casaría con ella.
Después de la enfermedad la vida de Muriel fue preciosa para los dos: les impedía una unión permanente.
Sobrevino la ruptura.
Oscar murió tres años después. Fue un inmenso alivio para Harriet. Ahora ya nadie sabía su secreto. Sin embargo, en los primeros momentos, Harriet se decía que, Oscar muerto, estaría más cerca de ella que nunca. No recordaba que en vida casi nunca había deseado tenerlo cerca. Mucho antes de que pasaran veinte años, le pareció imposible haber conocido una persona como Oscar Wade. Schubler y el Hotel Saint Pierre ya no eran recuerdos importantes. Hubieran desentonado con la reputación de santidad que había adquirido. Ahora, a los cincuenta y dos años, era amiga y ayudante del Reverendo Clemente Farmer, Vicario de Santa María en Maida Vale.
Era secretaria del Hogar para Jóvenes Caídas, de Maida Vale y Kilburn. Su exaltación mayor sobrevenía cuando Clemente Farmer, el flaco y austero vicario, parecido a Jorge Waring, subía al pulpito y levantaba los brazos en la bendición. Pero el momento de su muerte fue el más perfecto. Estaba acostada, soñolienta, en la cama blanca, debajo del negro crucifijo con un Cristo de marfil. El sacerdote se movía tranquilamente en el cuarto, arreglando las velas, el misal del Santísimo Sacramento. Acercó una silla a la cama; esperó que despertara. Tuvo un instante de lucidez. Sintió que se estaba muriendo y que la muerte la hacía importante para Clemente Farmer.
–¿Estás lista? –preguntó.
–Todavía no. Creo que estoy asustada. Tranquilíceme.
Clemente Farmer encendió dos velas en el altar. Tomó el crucifijo de la pared y se acercó de nuevo a la cama.
–Ahora no tendrá miedo.
–No tengo miedo del más allá. Supongo que uno se acostumbra. Pero tal vez al principio sea terrible.
–La primera etapa en la otra vida, depende, en gran parte, de lo que pensamos en nuestros últimos momentos.
–Será en mi confesión.
–¿Se siente capaz de confesarse ahora? Después le daré la extremaunción y se quedará pensando en Dios.
Recordó su pasado. Allí encontró a Oscar Wade. Vaciló: ¿Podría confesar lo de Oscar Wade? Estuvo por hacerlo, después comprendió que no era posible. No era necesario. Veinte años de su vida habían prescindido de él. Tenía otros pecados que confesar. Hizo una cuidadosa selección:
–Me sedujo demasiado la belleza del mundo. A veces no fui caritativa con mis pobres muchachas. En lugar de pensar en Dios, he pensado a menudo en los seres queridos. –Después recibió la extremaunción. Pidió al sacerdote que le tuviera la mano, para no sentir miedo; mucho tiempo la tuvo así hasta que él la oyó murmurar–: Esto es la muerte. Pero yo creía que era horrible y es la dicha, la dicha. 

Harriet permaneció unas horas en el cuarto donde habían sucedido estas cosas. Su aspecto le era familiar, con algo de extraño, ahora, y de repugnante. El altar, el crucifijo, las velas encendidas, sugerían alguna horrible experiencia cuyos detalles no podía definir, pero que parecían tener alguna relación con el cuerpo amortajado en la cama, que ella no asociaba consigo misma. Cuando la enfermera vino y lo descubrió, vio que era el de una mujer de mediana edad. Su cuerpo vivo era el de una joven de treinta y dos años.
Su muerte no tenía pasado ni futuro, ningún recuerdo cortante ni coherente, ninguna idea de lo que iba a ser. Luego, súbitamente, el cuarto empezó a alejarse de sus ojos, a partirse en zonas y haces que se dislocaban y eran arrojados a diversos planos. Se inclinaban en todas direcciones, se cruzaban y cubrían con una mezcla transparente de diferentes perspectivas, como reflejos en vidrios.
La cama y el cuerpo se deslizaron hacia cualquier parte, hasta perderse de vista. Ella estaba de pie ante la puerta, que era lo único que había quedado. La abrió y se encontró en la calle, cerca de un edificio gris amarillento, con una gran torre de techo de pizarra. Lo reconoció. Era la iglesia de Santa María, de Maida Vale. Oía los acordes del órgano. Abrió la puerta y entró.
Había vuelto a espacio y tiempo definidos, había recuperado una parte limitada de memoria coherente. Recordaba todos los detalles de la iglesia que eran, en cierto modo, permanentes y reales, ajustados a la imagen que ahora la poseía.

Sabía para qué había venido. El servicio había concluido. Caminó por la nave hasta el asiento habitual debajo del pulpito. Se arrodilló y se cubrió la cara con las manos. Entre sus dedos podía ver la puerta de la sacristía. La miró tranquilamente, hasta que se abrió y apareció Clemente Farmer con su sotana negra. Pasó muy cerca del banco donde estaba arrodillada, y la esperó en la puerta, porque tenía algo que decirle.
Se levantó y se aproximó a Farmer. Seguía esperándola y no se movió para darle paso. Se acercó tanto que los rasgos de él se confundieron. Entonces, se retiró un poco para verlo mejor y se halló ante la cara de Oscar Wade. Estaba quieto, horriblemente quieto, cortándole el paso.
Las luces de las naves laterales iban apagándose, una por una. Si no se escapaba quedaría encerrada con él en esa oscuridad. Consiguió, por fin, moverse y llegar a tientas a un altar. Cuando se dio vuelta, ya no estaba Oscar Wade.
Entonces recordó que Oscar Wade estaba muerto. Luego lo que había visto no era Oscar: era su fantasma. Había muerto. Había muerto hacía diecisiete años. Estaba libre de él para siempre...

Rue Rivoli -Paris-
Cuando salió al atrio de la iglesia vio que la calle había cambiado. No era la calle que recordaba. Se encontró en una recova con muchas vidrieras; la Rué de Rivoli en París. Ahí estaba la entrada del Hotel Saint Pierre. Pasó por la puerta giratoria; cruzó el gris y sofocante vestíbulo que ya conocía; fue derecha a la gran escalera de alfombra gris; subió los peldaños innumerables que giraban alrededor de la jaula del ascensor hasta un descanso que conocía y un largo corredor ceniciento alumbrado por una ventana opaca; allí sintió el horror del lugar.
Ya no se acordaba de la iglesia de Santa María. No se daba cuenta de ese curso retrógrado en el tiempo. Todo el espacio y todo el tiempo estaban ahí. Recordaba que debía caminar hacia la izquierda.  Pero había algo donde el corredor doblaba, en la ventana al final de todos los corredores. Si tomaba la derecha se salvaría; pero ahí se detenía el corredor: un muro liso. Tuvo que volver a la izquierda. Dobló por otro corredor, que era oscuro y secreto y depravado. Llegó a una puerta torcida, que dejaba pasar luz por la rendija. Distinguía, encima, el número: 107. Algo había sucedido ahí. Si entraba volvería a suceder. Atrás de la puerta estaba Oscar Wade esperándola. Oyó sus pasos mesurados, que se acercaban. Huyó, rápida y ciega, como un animal, oyendo los pies que la perseguían. La puerta giratoria la agarró y la arrojó a la calle. Lo extraño es que estaba fuera del tiempo. Borrosamente recordaba que alguna vez hubo una cosa llamada tiempo: no se lo imaginaba. Se daba cuenta de cosas que sucedían o que estaban por suceder. Las fijaba por el lugar que ocupaban y medía su duración por el espacio. Ahora pensaba: si tan sólo pudiera retroceder al lugar donde no sucedió.

Caminaba por un camino blanco, entre campos y colinas desdibujadas por la niebla. Cruzó el puente y vio la antigua casa gris, sobre el alto muro del jardín. Entró por el portón de hierro y se encontró en un gran salón de techo bajo, con las cortinas corridas, ante una cama. Era la cama de su padre. El cadáver extendido bajo la sábana, era el de su padre. Levantó la sábana: Vio el rostro de Oscar Wade, quieto y suavizado por la inocencia del sueño y de la muerte. Lo miró, fascinada, con implacable felicidad. Oscar estaba muerto. Recordó que solía dormir así, en el Hotel Saint Pierre, a su lado. Si estaba muerto, no volvería a suceder. Estaba salvada. 
La cara muerta le daba miedo. Al recubrirla, notó un ligero movimiento. Levantó la sábana y la estiró con fuerza, pero las manos empezaron a luchar y los dedos aparecieron por los bordes, tirándola hacia abajo. La boca se abrió, los ojos se abrieron: toda la cara la miró en agonía y terror. 
El cuerpo se irguió, con los ojos clavados en los de ella. Los dos se quedaron inmóviles, un instante, con miedo mutuo. Pudo escaparse y correr; se detuvo en el portón sin saber qué lado tomar. A la derecha, el puente y el camino la llevarían a la Rue de Rivoli y a los abominables corredores del Hotel Saint Pierre; a la izquierda, el camino cruzaba la aldea.
Si pudiera retroceder aún, estaría segura, fuera del alcance de Oscar. Junto al lecho de muerte, había sido joven pero no bastante. Tenía que volver al lugar en que había sido más joven; sabía adonde encontrarlo; cruzó la aldea corriendo, por los galpones de una granja, por el almacén, por la fonda La Cabeza de la Reina, por el Correo, la iglesia y el cementerio, hasta el portón del sur, en los muros del parque de su niñez.
Estas cosas parecían insustanciales, tras una capa de aire que brillaba sobre ellas como vidrio. Se dislocaron, flotaron lejos de ella, y en lugar del camino real y los muros del parque, vio una calle de Londres, de sucias fachadas blancas, y en lugar del portón, la puerta giratoria del restaurante Schubler.  Entró. La escena se impuso con la dura evidencia de la realidad. Fue hasta una mesa en un rincón, donde un hombre estaba solo. La servilleta le tapaba la boca. No estaba segura de la parte superior de la cara; la servilleta se deslizó. Vio que era Oscar Wade. Se dejó caer a su lado. Wade se le acercó; sintió el calor de la cara congestionada y el olor del vino.
–Yo sabía que vendrías.
Comió y bebió en silencio, postergando el abominable momento final. Al fin se levantaron y se afrontaron; el gran cuerpo de Oscar estaba ante ella, encima de ella, y casi sentía la vibración de su poder. La llevó hasta la escalera de alfombra roja y la obligó a subir. Pasó por la puerta blanca de la salita, con los mismos muebles, las cortinas de muselina, el espejo dorado sobre la chimenea, con los dos ángeles de porcelana, la mancha en la alfombra ante la mesa, el viejo e infame canapé, tras el biombo.
Se movieron por la salita, girando como fieras enjauladas, incómodos, enemigos, evitándose.
–Es inútil que te escapes. Lo que hicimos no podía terminar de otro modo.
–Pero terminó. Terminó para siempre.
–No. Debemos empezar otra vez. Y seguir, y seguir.
–Ah, no, todo menos eso. ¿No recuerdas cómo nos aburríamos?
–¿Recordar? ¿Te figuras que yo te tocaría, si pudiera evitarlo? Para eso estamos aquí. Tenemos que hacerlo.
–No. Me voy ahora mismo.
–No puedes. La puerta está con llave.
–Oscar, ¿por qué la cerraste?
–Siempre lo hicimos, ¿no recuerdas? Ella volvió a la puerta; no pudo abrirla, la sacudió, la golpeó con las manos.
–Es inútil, Harriet. Si ahora sales, tendrás que volver. Lo podrás postergar una hora o dos, pero ¿qué es eso en la inmortalidad?
–Ya hablaremos de la inmortalidad cuando estemos muertos.

Se sentían atraídos uno a otro, moviéndose despacio, como en figuras de una danza monstruosa, con las cabezas echadas hacia atrás, las caras apartadas de la horrible proximidad. Algo atraía los pies de ambos, de uno al otro, aunque se arrastraban en contra.
De repente, sus rodillas flaquearon, cerró los ojos y se entregó en la oscuridad y el terror.
Después retrocedió en el tiempo, hasta la entrada del parque, donde Oscar no había estado nunca, donde no podría alcanzarla. Su memoria fue limpia y joven. Caminaba ahora por la senda en el campo, hasta donde la esperaba Jorge Waring. Llegó. El hombre que la esperaba era Oscar Wade.
–Te dije que era inútil escapar. Todos los caminos te traen, me encontrarás en cada vuelta, yo estoy en todos tus recuerdos.
–Mis recuerdos son inocentes. ¿Cómo pudiste tomar el lugar de mi padre y de Jorge Waring? ¿Tú?
–Porque les tomé su lugar.
–Mi amor por ellos fue inocente.
–Tu amor por mí era parte de ese amor. Crees que el pasado afecta el porvenir; ¿no pensaste nunca que el porvenir afecta al pasado?
–Me iré lejos.
–Esta vez iré contigo.
El cerco, el árbol y el campo flotaron y se le perdieron de vista. Iba sola hacia la aldea, pero se daba cuenta de que Oscar Wade la acompañaba del otro lado del camino. Paso a paso, como ella, árbol por árbol.

Luego bajo sus pies hubo pavimento gris y lo cubría una recova: iban juntos por la Rue de Rivoli hacia el hotel. Ahora estaban sentados al borde de la cama deshecha. Sus brazos estaban caídos y sus cabezas miraban a lados opuestos; el amor les pesaba con el inevitable aburrimiento de su inmortalidad.
–¿Hasta cuándo? –dijo ella–. La vida no continúa para siempre. Moriremos.
–¿Morir? Hemos muerto. ¿No sabes dónde estamos? Esta es la muerte. Estamos muertos, estamos en el Infierno.
–Sí, no puede haber nada peor.
–Esto no es lo peor. Mientras nos queden fuerzas para huir, mientras podamos ocultarnos en nuestros recuerdos, no estaremos del todo muertos. Pero pronto habremos llegado al más lejano recuerdo y no habrá nada más allá. En el último infierno, no huiremos más, no encontraremos más caminos, más pasajes, ni más puertas abiertas. Ya no necesitaremos buscarnos. En la última muerte estaremos encerrados en esta salita, tras esa puerta con llave. Yaceremos aquí, para siempre.
–¿Por qué? ¿Por qué? –gritó ella.
–Porque eso es todo lo que nos queda.

La oscuridad borró la salita. Ahora caminaba por un jardín, entre plantas más altas que ella. Tiró de unos tallos y no tenía fuerza para romperlos. Era una criatura. Se dijo que ahora estaba salvada. Tan lejos había retrocedido que de nuevo era chica. Llegó a un cantero de césped con un estanque circular rodeado de flores. Peces colorados nadaban en el agua. Al fondo del cantero había un huerto; allí iba a estar su madre. Había ido hasta el recuerdo más lejano; no había nada después.
Sólo el huerto, con el portón de hierro que daba al campo. Algo era diferente aquí; algo que la asustaba. Una puerta gris, en vez del portón de hierro. La empujó y estuvo en el último corredor del Hotel Saint Pierre.





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May Sinclair (1870-1946)
Probablemente el nombre de May Sinclair esté hoy un poco olvidado, pero a principios del siglo XX fue una de las grandes figuras de la escena literaria londinense y amiga de autores como Eliot, Pound o Henry James. Cultivó la poesía, el ensayo, la novela y el relato.
En el volumen Cuentos Extraños (Uncanny Stories, 1923)  se encuentra una muestra de sus historias de fantasmas, todas ellas bañadas por un fulgor romántico que tiene continuidad en una prosa de notable elegancia y sensibilidad. Sus historias de fantasmas y videntes recuerdan tanto a los clásicos del género gótico como a Henry James; pero siempre son originales, imprevistas y con un punto irreverente. Además del aquí reproducido se encuentran otras joyas como "La víctima" y "Si los muertos supieran".
El relato Donde su fuego nunca se apaga fue recogido por Bioy-Borges-Ocampo en su legendaria Antología de la literatura Fantástica
Borges en lo seleccionó de este modo en la sección que publicaba -"Un cuento, joya de la literatura"- en la revista "El Hogar":
"Me piden el cuento más memorable de cuantos he leído. Pienso en “El escarabajo de oro” de Poe, en “Los expulsados de Poker-Flat”, de Bret Harte; en “El corazón de las tinieblas”, de Conrad; en “El Jardinero”, de Kipling -o en “La mejor historia del mundo”-; en “Bola de sebo”, de Maupassant; en “La pata de mono”, de Jacobs; en “El dios de los gongs”, de Chesterton. Pienso en el relato del ciego Abdula en “Las mil y una noches”, en O. Henry y en el infante don Juan Manuel, en otros nombres evidentes e ilustres. Elijo, sin embargo, en gracia de su poca notoriedad y de su valor indudable, el relato alucinatorio “Donde su fuego nunca se apaga”, de May Sinclair.
Recuérdese la pobreza de los infiernos que han elaborado los teólogos y que los poetas han repetido; léase después este cuento."

domingo, 10 de julio de 2016

MONEY MONSTER - de Jodie Foster

Furibundo reality en la edad dorada de los realities, crítica económica en el imperio de los apalancamientos y fraudes financieros. Money Monster entra de lleno en los mecanismos y el lenguaje de la televisión para ofrecer un espectáculo de los de antes; cuando se decía aquello de "enseñar entreteniendo".

Un joven desesperado, que ha perdido todos sus ahorros en una inversión fallida, se cuela con un chaleco de explosivos en el estudio de televisión desde donde se emite el programa Money Monster. Allí se encierra con su presentador, Lee Gates (George Clooney) que, mientras baila y hace el payaso con sus azafatas, analiza las bolsas y recomienda inversiones. Todo es un juego parece decirnos Gates mientras baila, suena la música de fanfarria y grita como un energúmeno ¡¡Triple doble!!. Las finanzas son un juego...y ¡ay! de quien vaya en serio. Producen heridos y arrasan vidas.

Jodie Foster dirige su cuarto largo mezclando todo el morbo de los reality televisivos con el puro drama. Y ése es su mayor acierto. El joven de las bombas exige que se mantenga abierta la emisión y es entonces cuando la directora del programa (Julia Roberts) y el presentador estrella asumen su rol. La televisión manda. Prima el espectáculo y el contraste entre el drama que se está ventilando y el formato plenamente frívolo nos regala una ironía plena: la reflexión sobre el estado actual de los medios y los gurús económicos; todos ellos monstruos con pies de barro que encenagan una sociedad idiotizada. 

La cinta está en la línea de un puñado de películas que últimamente se empeñan en explicarnos la gran estafa que está siendo esta crisis. El robo de los pobres, parados y pensionistas para enriquecer aún más escandalosamente a los más ricos. Ahí están La Gran Apuesta, Margin Call o El lobo de Wall Street. Aunque la línea narrativa más fuerte tiene que ver con el mundo de la televisión tal y como se reflejaba en películas como Network (Un mundo implacable), Tarde de perros o Mad City

La crítica económica no hace sangre, aunque todos queden retratados: los bancos, los medios y el propio inversor fallido. La presencia de su novia es una refrescante bofetada. La directora, además, clava una pica en Flandes haciéndole confesar al directivo en el corazón de Wall Street. Pero no nos engañemos. También le hace decir: el sistema funciona así, no he hecho nada ilegal.

Como digo, más que en la explicación de la crisis, donde triunfa la directora es en el formato televisivo que utiliza para establecer un tenso juego del gato y el ratón: la directora ordena los planos, el presentador sigue las órdenes del pinganillo, entran los vídeos y los redactores persiguen los datos. De pronto el vacuo periodismo-espectáculo adquiere hondura y se convierte en la conciencia moral de una sociedad envilecida por las ansias del enriquecimiento rápido. 

El ritmo es plenamente de thriller, la tensión crece por instantes, y el hecho de que todo se desarrolle en un set televisivo habla de una planificación tan precisa como milimétrica.  La línea argumental que sigue el hilo de la empresa quebrada (Dominic West es el financiero que ofrece transparencia mientras esconde los millones) ofrece un punto más de intriga, aunque no pasa de ser meramente instrumental. 

George Clooney es el puto amo. La evolución de su personaje de payaso a periodista verdadero está muy conseguida y es de agradecer que un tío con su carisma se dedique a mostrar las miserias del mundo occidental: Los idus de marzo en cuanto a política y Buenas noches y buena suerte, como homenaje a los valores que alberga el cuatro poder.  
También Julia Roberts se lava la cara para representar a una profesional de los medios con gran veracidad.

En un momento dado el Macguffin de la película es un algoritmo creado para realizar miles de operaciones bursátiles en segundos. Cuando más rápido mejor. Especulación a la enésima potencia. Pero todos sabemos que las máquinas son tontas y por lo tanto virtuosas. No así quien las manipula.

Es España ya se nos mostró esta rabia ante la estafa con formato de thriller, en El desconocido. Jodie Foster va un poco más allá al implicar y jugar con el medio televisivo. Muy notable.

jueves, 7 de julio de 2016

Las MUJERES y los DÍAS - de Gabriel Ferrater









La poesía de Ferrater es directa y coloquial; pero sorprende por el misterio que irradia y su lucidez. En ella se da una simbiosis entre lo intelectual y lo corporal. Es una poesía dialogada, íntima pero muy comunicativa. Los poemas denotan una postura vital de cierta perplejidad ante el mundo a la vez que nos transmite una apuesta clara por la más edénica felicidad. "Ser feliz es la sola alternativa en lucha contra las cenizas y el desaliento." El poeta es un claro partidario del carpe diem. De todo ello es epítome In Memoriam, uno de sus poemas más extraordinarios. 

Luis Izquierdo nos avisa, en un escueto y claro Prólogo, que "dos son las eliminaciones a las que procede Gabriel Ferrater en su poesía. La primera es la del Romanticismo. La segunda, la de una retórica ornamental -cuanto más brillante, peor- que escamotea la inteligibilidad necesaria del texto." Ferrater entendió su poesía como "la descripción de algunos momentos de la vida moral de un hombre ordinario".
Educado a la francesa -estudió cuatro años en Burdeos- y lector copioso, Ferrater "no abandonó jamás una condición de adolescente pertinaz". Poeta de la experiencia y de la inteligencia, consiguió fijar una modulación poética absolutamente personal en sólo tres libros (cuya suma es este volumen) y en un plazo muy corto: de 1960 a 1966.

El título Las mujeres y los días remeda irónicamente al de Hesíodo para fijar su atención en las dos claves de su poesía: la relación con la mujer y el paso el tiempo trazando la experiencia personal. La memoria será la corriente por donde estos dos temas naveguen.

IN MEMORIAM

Cuando estalló la guerra, yo tenía
catorce años y dos meses. Al principio
no me afectó demasiado. Tenía la cabeza
llena de otra cosa que todavía hoy
creo más importante. Descubrí
Les Fleurs du Mal, y eso quería decir
la poesía, ciertamente; pero
hay algo más que no sé cómo llamar,
y que es lo que cuenta. ¿La rebeldía? No.
Así la llamaba entonces. Tumbado
en un avellano, en el corazón
de una rosa de hojas mustias y muy verdes,
como pieles de oruga desollada, allí,
tendido en la entrepierna del mundo,
me espesaba en feliz rebeldía,
mientras el país estallaba en revolución
y contrarrevolución, no sé si feliz,
pero más revolucionado que yo. ¿La vida
moral? Tal vez, pero me parece ambiguo.
Quizás la palabra más exacta es egoísmo,
y es mejor recordar que a los catorce
hay que mudar de primera persona:
ya nos oprime el plural, y el ejercicio
del estilita singular, la náusea
del encaramado sobre sí mismo,
parece un buen programa para el futuro.
Después vienen los años y, felizmente,
se alejan también, y se nos va cansando
la mano que acaricia la frente obstinada
del cordero íntimo, y entonces adoptamos
ese plural, no sé si de modestia,
que renuncia al singular, nos abandona,
pero agradeciéndolo y premiándolo. Basta. 
                             (Este fragmento son los 33 primeros versos del poema)


FIN DEL MUNDO
Puedo repetir la frase que se llevó
tu recuerdo. Nada más sé de ti.
Esta insistente agua de palabras,
siempre creciente, va desmoronando los márgenes
de la vida que creía real.
La tierra pedregosa y fatigosa
de andar, y los árboles que me herían
los ojos con una rama delicada,
tan vivamente maligna, convincente
con la mejor prueba, la de las lágrimas,
parece que no son nada. Se van rindiendo
a la anchura gris, jaspeada
de esperma pálido, empalagoso. Todo cae
con un ruido lento y blando, y flota
sin figura, o se hunde para siempre.
Todo da sentido, sólo sentido, todo es
tal como he dicho. No sé nada de ti.



HABITACIÓN DE OTOÑO 
La persiana, no del todo cerrada, como
un retenido espanto de caer hasta el suelo,
no nos aísla del aire. Mira, se abren
treinta y siete horizontes rectos, finos,
mas los olvida el corazón. Y sin nostalgia
va muriendo la luz, que era color
de miel, y ahora es color de aroma de manzana.
Qué lento el mundo, qué lento el mundo, qué lenta
la pena por las horas que se van
aprisa. Dime ¿te acordarás
de esta habitación?
«La quiero mucho.
Aquellas voces de obreros... ¿Qué son?»
Albañiles:
falta una casa en esta cuadra.
«Cantan,
y hoy no les oigo. Gritan, ríen,
y hace raro que hoy callen».
Qué lentas
las hojas rojas de las voces, qué inciertas
cuando a cubrirnos vienen. Soñolientas,
las hojas de mis besos van cubriendo
los escondites de tu cuerpo, y mientras tú ya olvidas
las hojas altas del estío, los días
abiertos y sin besos, en el fondo
recuerda el cuerpo: aún
mitad es de sol tu piel, mitad de luna.


AL REVÉS 

Lo diré al revés. Diré la lluvia
frenética de agosto, los pies de un chico
enroscados al final del trampolín,
la levedad de lebrel que las lilas
desprenden en abril, la paciencia
de la araña que escribe su hambre,
el cuerpo -cuatro piernas, dos cabezas-
en un solar gris de crepúsculo,
el pez lábil cual arco de violín,
el oro y azul de las niñas en bici,
la sed dramática del perro, el filo
de los faros de camión en la madrugada
pútrida del mercado, los brazos suaves.
Diré lo que se me escapa. Nada diré de mí.


SI PUEDO 

Alguna cosa ha entrado
dentro de algún verso que sé
que podré escribir y no
sé cuándo, ni cómo, ni qué
querrá decir. Si puedo,
Que diga tus cabellos
o la escama de sol
que te vibra en esta uña.
Pero quizás no siempre
tendré del todo presente
lo que ahora veo en ti.
He oído el sonido oscuro
de una cosa que se me cae
dentro de un pozo. cuando flote,
¿sabré entender
que viene de este instante?


POSEÍDO 

Estoy más lejos que amándote. Cuando los gusanos
hagan una cena fría con mi cuerpo,
encontrarán un regusto de ti. Y eres tú
que indecentemente te has amado por mí
hasta llegar al fondo: saciada de ti,
ahora te excitas, te me marchas
tras otro cuerpo y rechazas la paz.
No soy sino la mano con la que vas a tientas.


OCIO 

Ella duerme. Es la hora en que los hombres
ya despertaron, y una escasa luz
entra todavía a herirlos.
Con muy poco nos basta. Solamente
el sentimiento de dos cosas:
la tierra gira y las mujeres duermen.
Reconciliados, nos apresuramos
hacia el fin del mundo. No nos es preciso
hacer nada para ayudarle.



ÍDOLOS 

 Entonces, cuando yacíamos
abrazados frente a la ventana
abierta a la ladera de olivos (dos
semillas desnudas dentro de un fruto que el verano
ha abierto violento, y que se llena
de aire), no teníamos recuerdos. Éramos
el recuerdo que tenemos ahora. Éramos
esta imagen. Los ídolos de nosotros,
para la sumisa fe de después.





La poesía de Ferrater es una lucha por dar cuenta del instante en que las cosas nos incitan y se hurtan. Interesa los recuerdos y la construcción de la memoria que tan bien refleja el poema Ídolos, "Éramos el recuerdo que tenemos ahora".
Carmen Martín Gaite lo apunta así en un artículo recogido en su libro Tirando del hilo (Siruela):
"La poesía de Ferrater no nos presenta tanto los objetos recuperados como el esfuerzo del poeta por recuperarlos, el proceso de esa atención desvelada, al acecho.
La manera de ordenar y recomponer la experiencia nunca puede entenderse en Ferrater sin considerar tal intento unido al asombro y la extrañeza que le produce la aparición inesperada de "estos desechos de la memoria".
¿Por qué unos perviven y otros no? Ahondando en esta pregunta, Ferrater se da cuenta de que la memoria y el olvido bregan como dos personajes de auto sacramental, discutiéndose a dentelladas el botín del poeta: "La una hará cortas hogueras, / el otro, rescoldo de inquietud.".

También el amor tiene una vibración especial en los poemas de Ferrater, como esa maravilla que es Habitación de Otoño (Cambra de la tardor), rebosante de vitalidad y melancolía:
"Qué lento el mundo, qué lento el mundo, qué lenta
la pena por las horas que se van
aprisa. Dime ¿te acordarás
de esta habitación?"
Poeta, crítico, editor, profesor, lingüista y traductor nació en Reus, el 20 de mayo de 1922. Vivió temporadas en Londres y Hamburgo. Estudió durante tres años Matemáticas, pero finalmente se licenció tardíamente en Filosofía y Letras. Trabajó como profesor de Lingüística y Crítica Literaria en la Universidad Autónoma de Barcelona. Antes ya había sido director literario de Seix Barral, editorial que regía su amigo Carlos Barral. El 27 de abril de 1972, pocos días antes de cumplir cincuenta años, se quitó la vida en su piso de San Cugat. A sus amigos ya les había anunciado que él no cumpliría cincuenta años.

No falta en su poesía la reflexión literaria, tan irónica como acerada:
LITERATURA 
Tan vehemente, se dijo un calamar,
hago el ridículo: un chorro fino de tinta
ya desvía estos monstruos, tan poco críticos.
Perdida la abundancia del corazón,
descubrió la voluptuosidad formal:
mentirse objetivado en el arabesco
y mostrarse aún en él, subjetivo.
A la altivez de no esconderse mucho,
la llamó sinceridad; al miedo de verse
demasiado expuesto, sentimiento del estilo.
Con la esperanza de que los espasmos
del agua irían a su favor,
confió en el lenguaje. Murió
devorado: lo inefable lo tentó.
Ni la mirada sobre el tiempo que le tocó vivir. En medio de las revoluciones de los 60 y con la Guerra de Vietnam al fondo, compuso un poema como Canción del atreverse a poder, casi 50 años antes de que se pusiese de moda la palabra "empoderar". No está mal para alguien que opinaba que "la literatura es más bien un procedimiento higiénico para destruir las ideas ideológicas: es un ácido disolvente."

CANCIÓN DEL ATREVERSE A PODER  
  Atrévete a poder ser fuerte, y no te detengas:
atrévete a poder ser viejo, que si tienes hijos
un testamento les atará bien corto.
Atrévete a poder que no te guste mucho
ir testado por un mundo que se separa.
Si te sobran hijos, arréglales una guerra.
  Atrévete a poder dar trabajo a charnegos.
Con tu sueldo, comprarán vino bastante agrio
para que en tres años les pudra los dientes.
No te dé miedo: tú toma el opio de los ricos
(opio, te llega de Escocia y de Roma).
  Tú, muchacho nuevo, confía en años futuros.
Bastante tiempo tendrás de hacerte amigos virgilios
que te leguen eneidas que salvar.
Atrévete a poder hacerte persona augusta
cuando tengas tiempo. Y hoy, Octavio, chico,
atrévete a poder degollar a Cicerón.
  Barbado Alfonso, emperador de España,
primo de un Santo, y Sabio tú mismo,
fíjate bien, que vendrán otros más sabios
a historiarte, y dirán que eres mal rey:
les has perdido una sucia batalla
que ellos se han atrevido a poderse hacer suya.
  Vete con ojo, general, que una patria
se atreve a poner mucha esperanza en ti.
No te atrevas, no, a poder perder batallas.
Pero tampoco tienes que ganarlas todas.
Si tienes napalm con que sembrar campos del Norte,
atrévete a poder perder guerras del Sur.


Tras el suicidio de Ferrater, su amigo Jaime Gil de Biedma le escribió  un poema, A través del espejo, donde leemos:

Trabajos
de seducción perdidos fue tu vida. 
Y tus buenos poemas, añagazas
de fin de juerga, para retenernos.