martes, 29 de diciembre de 2015

TOMMASO LANDOLFI - por Italo Calvino














Italo Calvino llevó a cabo una selección de los cuentos de Tommaso Landolfi que editó Siruela (1991) en su maravillosa colección de El Ojo sin Párpado. En español se tituló Invenciones, aunque el original llevase por título Le piú belle pagine de Tommaso Landolfi. El prólogo le sirvió a Calvino para acercarnos el estilo y la personalidad de  este autor y traductor, perfecto dandy obsesionado por el juego y el lenguaje.  


LA EXACTITUD Y EL AZAR

Lo que esta selección de cuentos se propone es un nuevo encuentro entre Landolfi y el público. El don de captar la atención y de provocar la maravilla del lector Landolfi lo tuvo en grado sumo (de sus maestros del romanticismo «negro» había heredado el gusto por el cuento de efecto y suyos, en toda su plenitud, eran la agilidad, el brío y la riqueza sin igual de los recursos verbales capaces de garantizarle una escritura comunicativa en su máximo grado). Pero la fama de impracticabilidad y extrañeza que caracterizó su personaje legitimaba la convicción —nunca hasta ahora desvanecida— de que su obra debía ser «para unos pocos». Una ocasión de comprobarlo puede ser esta selección, que, como «invitación a la lectura de Landolfi», puede representar los variados aspectos de la extraordinaria individualidad del autor. 

En una obra como la de Tommaso Landolfi la primera regla del juego que se establece entre autor y lector es que, más pronto o más tarde, hay que esperarse una sorpresa, y que esta sorpresa nunca será agradable o consoladora, sino que tendrá el efecto, en el mejor de los casos, de una uña que chirría contra un cristal o de una caricia a contrapelo o de una asociación de ideas que inmediatamente se querría arrancar de la mente. No por nada los penúltimos retoños de la genealogía literaria a la que Landolfi pertenece, Barbey d’Aurevilly y Villiers de l’Isle-Adam, titularon sus libros de cuentos Las diabólicas y Cuentos crueles

Pero el juego de Landolfi es más complejo. Alrededor de una idea —casi siempre una invención pérfida u obsesiva o escalofriante— se organiza un cuento de elaborada ejecución planteado casi siempre sobre una voz que parece ser el eco de otra voz (pero como un gran actor que, para definir un personaje, sólo necesita distanciarse apenas una pizca de su propia dicción habitual), o, digamos, sobre una escritura que sólo fingiendo ser parodia de otra escritura (no de un autor particular, sino como de un autor imaginario al que todos tenemos la ilusión de haber leído una vez), logra ser directa y espontánea y fiel a sí misma. Alrededor de este planteamiento se despliega un espectáculo verbal que sabe dosificar sus propios golpes de escena con precisión pero también abandonarse a la inspiración más voluble. 
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Al hacer esta antología de Landolfi excluí las tres piezas del volumen Tre racconti, a las que clasifiqué en la categoría de las obras narrativas de más amplio vuelo («cuentos largos» o «novelas cortas», entre las cuales mi preferencia se inclina por Racconto d’autunno), no susceptibles de ser incluidos en una antología en cuanto que libros completos en sí mismos, que se toman o se dejan. 

El «verdadero Landolfi» que este volumen propone es el que prefiere dejar en su obra algo no resuelto, un margen de sombra y de riesgo; el Landolfi que despilfarra sus jugadas en una apuesta o las retira bruscamente de la mesa con el gesto alucinado del jugador. 

El jugador —casi siempre en primera persona y, a veces, en tercera— es el protagonista más frecuente de sus cuentos y de sus meditaciones, a los que cada vez más sirven de escenario las ciudades que tienen un Casino, sobre todo la que para mí se identificaba con mis raíces familiares y todos mis recuerdos de infancia y juventud, y para él no sólo con la pasión devoradora de toda su vida sino con la llegada de su madurez en su nuevo papel de padre de familia. Recuerdos muy distintos nos unían a las mismas calles, a los mismos colores de estaciones y paisajes. La narración de sus primeras expediciones juveniles a San Remo (que no encuentro en los cuentos escritos por él, pero de algunos cuentos suyos narrados a viva voz me queda la evidencia, el corte, el estilo, como de una página escrita) incluía la llegada en tren, las maletas dejadas a toda prisa en el hotel, la carrera hacia las salas de juego, las horas de la tarde, de la noche y de la madrugada pasadas sin aliento en la ruleta o el chemin-de-fer, hasta que —me parece que era a las cinco de la mañana— los croupiers cerraban la banca y los últimos infatigables perseguidores de un anhelado desquite se veían obligados a desalojar. Entonces volvía al hotel, que era el que estaba (el «Europa e Pace», creo) justo enfrente del Casino. Insomne, se asomaba a la ventana; en la luz del alba reconocía las ventanas de la sala de la que acababa de salir; los cristales estaban abiertos para cambiar el aire saturado de humo y veía a las mujeres de la limpieza atareadas con las aspiradoras y las abrillantadoras alrededor de las mesas; mentalmente, las incitaba a que se dieran prisa porque debía volver a ocupar su sitio lo más rápidamente posible. No podía quitar la vista de allí, contando las horas que lo separaban de la reapertura del juego. 

En cambio, nunca conocí en vivo la otra máscara, que en alternancia con ésta, Landolfi coloca al yo narrador de sus cuentos (más frecuente en los primeros que en los últimos, a pesar de que la casa solariega de Pico, entre los olivares de la Ciociaria, continuase siendo hasta el final un polo estable de su vida): el personaje del hidalgo de pueblo que envejece permaneciendo soltero e «hijo» en un ambiente que concentra todas sus obsesiones de lunático. Pero aquí entramos en una zona en la que sobre la autobiografía prevalece la transfiguración caricaturesca, como una mueca cruel y dolorosa, cuando no de sadismo y de impotencia. 
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Pero, además, hay otro Landolfi: el literato laboriosísimo y competente y el traductor preciso y genial, el autor de miles de páginas que llevan la señal de la gracia como única marca de origen (y no la de la caza a los magrísimos ingresos que, oyéndole hablar, dominaba todos sus pensamientos y sus esfuerzos). Es éste un personaje que se encuentra más raramente en los cuentos (a veces se le reconoce en páginas de viaje, como si el movimiento fuera la necesidad auténtica de esta existencia sedentaria), pero sí en los recuerdos de sus amigos, sobre todo del decisivo período florentino de antes de la guerra.

Las relaciones de Landolfi consigo mismo, si se las sigue a través de sus escritos, definen un egotismo de lo más complejo y contradictorio. Del teatro de las narraciones en que más se ensaña consigo mismo se pasa a la vena de autobiografía directa y libre, donde (más que en los cuentos de invención) la medida y el distanciamiento son los que revelan su sufrimiento. Siguiendo esta línea de constancia psicológica, podemos partir de sus memorias del colegio en Prato para llegar a uno de los últimos cuentos publicado en el Corriere, «Cochinilla de humedad», hasta este momento inédito en libro.

Y aquí no me pondría a averiguar cuánto de auténtico y cuánto de teatro había de verdad en estos tormentos interiores. Ya el hecho de que, haciendo alarde de su yo doliente, quisiera, sobre todo, divertirse y divertir, rescata su actitud ya sea del egocentrismo ya sea de un juego del todo exterior. Del mismo modo que poco cuenta establecer si sus obsesiones y los fantasmas de la imaginación sexual que sus cuentos ponen en evidencia son pura ficción o corresponden a pulsiones del inconsciente. Con su ostentación parece darse a la interpretación psicoanalítica (y así, Sanguinetti, tomando como ejemplo «Un pecho de mujer», puede rastrear a lo largo de su obra una constante sexofóbica o, mejor dicho, de miedo al sexo femenino), pero, al mismo tiempo, la desarma, ya que la ausencia de censuras interiores debería implicar que el verdadero inconsciente está en otra parte.

La cuestión de qué es lo que Landolfi dice verdaderamente aún está por plantear. Porque Landolfi sigue siempre el hilo de un discurso propio cuanto más declara que «no tiene nada que decir». No tardará en llegar el momento en que su filosofía sea extraída de la maraña de interrogaciones sin respuestas, contradicciones, declamaciones y provocaciones que lo envuelve. Si nuestra intención ahora es sólo comunicar el placer de leer a Landolfi en superficie es porque ése es el primer paso necesario. Y sólo en superficie documentamos también su gusto por los falsos «tratados», las falsas «conferencias», las falsas «obrillas morales», pero sin excluir que un día se pueda afirmar que sólo eran falsas hasta un cierto punto y que un hilo que une Leopardi a Landolfi existe, entre los dos burgos salvajes y las dos mansiones paternas y las dos juventudes gastadas en los sudados papeles y las dos invectivas contra las suertes humanas cuando aparece la verdad. (Por lo que se refiere a los diálogos, que Landolfi escribió en gran número, especialmente en sus últimos tiempos, debo decir que son lo que menos me gusta. Si puedo fiarme de mi lectura en superficie, creo que corresponden a su vena menos exigente.) 
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Suele decirse que lo que Landolfi escribe siempre es máscara del vacío, de la nada, de la muerte. No se puede olvidar que esta máscara siempre es un mundo pleno, concreto, cargado de significados. Un mundo hecho de palabras, naturalmente, pero de palabras que cuentan por su riqueza, precisión y congruencia.

Paolo Veronese - La scimmia Tombo?
Tómese un texto emblemático como «El paseo». Las frases están construidas a base de sustantivos y verbos incomprensibles, como en uno de esos experimentos de falso significado de un léxico inventado, como hace Lewis Carroll en Jabberwocky. Si así fuera, sería un divertimento no nuevo y de poca sustancia. En cambio, basta con que el lector se tome la molestia de consultar un buen y viejo diccionario de la lengua italiana (Landolfi utilizaba el Zingarelli) y verá que todas las palabras están en él… «El paseo» es un texto con un sentido completo, sólo que el autor se impuso como regla usar el máximo número posible de vocablos caídos en desuso. (Él mismo, en un volumen sucesivo, no supo resistir la tentación de desvelar el secreto para mofarse de aquellos que no lo habían descubierto.) De donde se ve que el «embrollón» Landolfi es el «antiembrollón» por excelencia: devuelve significado (el significado) a las voces que lo habían perdido (y en vez de dejar al vulgo literato en el error, se toma la molestia de explicar pacientemente qué es lo que ha hecho). 

Pero el discurso de Landolfi sobre el lenguaje había comenzado mucho antes. El cuento que da título a su primer libro (Diálogo de los máximos sistemas, 1937) consiste en una discusión sobre el valor estético de poemas escritos en una lengua inventada que sólo su autor (pero tal vez ni siquiera él) puede entender. No es sólo por hipérbole irónica, creo, que cuento y volumen se ornaran de aquel título ilustre. Es como si Landolfi quisiera anunciarnos que más allá del humor paradójico de su texto (y más allá de la sátira, que también aflora claramente, del crocianismo académico entonces dominante) el problema que más le interesa es precisamente el de la lengua como convención colectiva y herencia histórica y el de la palabra individual y mudable. 
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De los cuentos y de los diarios de Landolfi me parece que se pueda extrapolar una teorización lingüística cuyos presupuestos son las estructuras mentales innatas (véanse en Des mois las reflexiones sobre su hijo, que está empezando a hablar), la arbitrariedad del signo lingüístico (ibídem, pp. 135 y ss.) y, sobre todo, la no arbitrariedad de la lengua como sistema, como creación histórica y estratificación cultural (ibídem, pp. 9-10 de las que extraigo la cita que sigue). 
«Amenas tentativas de quien busca nuevos lenguajes y necesariamente vuelve a caer en algún antiquísimo sistema de relaciones del que no se escapa. Antiquísimo, connatural diría yo. Desafío a quien sea a que invente de verdad un juego nuevo (de fondo y no de modo) o, si no, una nueva relación con la realidad (o irrealidad): los resultados obtenibles se disponen inevitablemente, parece, en la una o en la otra de las categorías ordenadas, en número finito, ab aeterno.» 
La creación individual e imprevisible del poeta es posible sólo porque a sus espaldas hay una lengua con sus reglas y sus usos establecidos que funciona independientemente de él: el razonamiento de Landolfi siempre gira alrededor de este eje. (También en la conversación: recuerdo que la primera vez que hablé con él, hace veinticinco años, acabamos no sé cómo discutiendo de lengua y de dialectos y él confutó los argumentos con que yo defendía la posibilidad de un italiano literario que tuviera sus raíces fuera del toscano.) 

Tomasso Landolfi

En suma, no es el impulso innovador de la vanguardia lo que mueve las acrobacias de Landolfi; al contrario, él es un conservador de un modo especial (hasta metafísico) en el que no puede no ser conservador el jugador al que la inmutabilidad de las reglas del juego garantiza que el azar no será abolido en cada tirada de dados.

Su crítico y compañero más fiel e incondicional (desde los años florentinos), Carlo Bo, dejó escrito en más de una ocasión que Landolfi era el primer escritor italiano después de D’Annunzio que podía hacer con la pluma todo lo que quisiera. Al principio el emparejamiento de los dos nombres me sorprendió, aunque ambos derivasen del modelo del dandy decimonónico (tipo el Des Esseintes de Huysmans); DAnnunzio había partido en dirección heroico-eufórica y Landolfi en dirección autoirónica y depresiva. En suma, los personajes, su presencia literaria y su relación con el mundo eran opuestos. Luego, pensándolo bien, comprendí que el verdadero elemento en común entre los dos era otro: del uno y del otro (y sólo de ellos dos) se puede decir que escribían teniendo presente toda entera la lengua italiana, la pasada y la presente, disponiendo de ella con maestría y mano segura como de un patrimonio inagotable al que recurrir con abundancia y placer continuo.

Claro que por lo que respecta a Landolfi hay que atribuirle un papel especial a su experiencia de traductor, y no de las lenguas «que todos saben» sino del ruso (que en la cultura italiana sigue siendo una lengua para especialistas, y no sólo en Italia. El único precedente ilustre que recuerdo es el de Merimée, que tradujo los cuentos de Pushkin). En suma, hay que referirse a ese particular placer de hacer vivir acentos lejanos y complejos en una impostación de voz toda italiana, con la limpidez y las sombras de su Gogol, el habla agitada de su Leskov, el falsete del colorido precioso de su Hofmannsthal (El caballero de la rosa, por referirnos a otra de sus lenguas). 

Pero su identificación con una dimensión de la literatura europea, sin la que Landolfi no sería Landolfi, no debe hacernos olvidar su dominante pasión por la literatura italiana. Es éste un aspecto poco documentado en sus escritos (aunque hizo crítica literaria de un modo regular en Il Mondo de Pannunzio, sólo se ocupaba de extranjeros), pero revelaba en su conversación, que se encendía al discutir de Manzoni o de Foscolo o al citar usos lingüísticos y vocablos de los clásicos; y hasta cuando se hablaba de contemporáneos, él, aparentemente tan poco atraído por la actualidad, era a la lengua a la que dirigía su atención. (Si alguna vez tuve algún mérito a sus ojos fue porque había usado en un cuento mío la palabra «pezdehuevo», que es el correcto vocablo italiano para «tortilla francesa».)

Obsérvese bien que este amor suyo por el vocabulario no era en él preciosismo ni exaltación canora. Y aquí conviene citar a Giacomo Debenedetti: «Al leer a Landolfi es como si uno se encontrase frente a palabras demasiado bellas, demasiado correctas para ser verdaderas y, en cambio, son de puro vocabulario, donde estaban a la espera de que alguien las encontrara. En cambio, él las alinea sin pestañear: la frase no se recrea en ellas, no se sostiene; parecen salidas de la memoria usual donde tomamos las palabras de todos los días. Hasta un barroco o un decadente habría ido a buscarlas, pero para hacerlas florecer en la cumbre de una escala musical; Landolfi las nivela en su bello timbre de cantante bajo». 
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La fisicidad de la existencia está siempre presente en su imaginar así como en su argumentar. Una pulsión de muerte —hecha de miedo y de atracción— se cierne continuamente en sus pensamientos, pero queda representada a través de la emoción corpórea. La abstracción desencarnada de la mente del filósofo no está hecha para él: su problema es la presencia determinada, física, sensible, tanto de sí mismo como de los demás, que le provoca reacciones tumultuosas: espanto, crueldad homicida; pero éstas no son más que las notas extremas de una gama que engloba todas las posibilidades afectivas. 
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Pues, ¿y la muerte? ¿Se puede dar de ella una imagen sensible y una experiencia? En los escritores románticos y simbolistas el tema principal de los cuentos fantásticos eran los espectros, los muertos vivientes, los dudosos confines entre ultratumba y nuestro mundo. Landolfi exploró a lo largo y a lo ancho ese repertorio, y apariciones del más allá no faltan en sus dos novelas mayores, La pietra lunare y Racconti d’autunno. Pero en las narraciones más cortas entre las que debía hacer mi selección diría que el mundo de los muertos nunca ocupa el primer plano; su obsesión, más que la muerte, es la patología del viviente. De Poe, autor al que a menudo se le compara, el tema dominante, la necrofilia, no se da en Landolfi; sólo encontramos el tema complementario, la angustia de la muerte presunta y del entierro prematuro, pero como sutil pastiche e irónico homenaje al maestro en el cuento «Las labrenas».

La muerte, la nada, a menudo nombradas, pero raramente representadas, pertenecen, pues, al restringido número de conceptos abstractos del siempre concreto Landolfi. Un concepto que representa el límite necesario, el aliento, el reposo de este mundo tan denso de existencia, tan cargado tan compacto… La verdadera pesadilla de Landolfi es ésta: que la nada no existe. Incluso en sus dos libros de poemas (Viola di morte y, sobre todo, Il tradimento) retorna varias veces a este tema, enunciado en un párrafo de Rien va (p. 138)
«La existencia es una condena sin apelación y sin remisión; no hay nada que hacer contra ella. Y, tal vez, sea nuestra esperanza solamente, nuestra necesidad de recobrar el aliento, como provocada por el agudo dolor de una herida, la que ha imaginado un estado distinto del existir, una nada. Tal vez, Dios mío, todo existe, ha existido y existirá eternamente. No hay nada que hacer contra la vida, salvo vivir, más o menos, del mismo modo que en un lugar cerrado donde se ahoga uno con el humo del tabaco, no hay nada mejor que hacer que fumar…» 



Italo Calvino

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