miércoles, 30 de diciembre de 2015

El PUÑAL en la GARGANTA - de Rosa Montero












Tengo una foto en mis manos. Somos nosotros, Diego y yo, antes de que todo comenzara. Es una imagen del principio, primordial. Tengo un polvillo blanquecino en mis dedos. Son los restos del veneno que le sirvo todas las tardes en el vaso de sake: en cada toma un miligramo más. Es una evidencia del deterioro, terminal. El polvillo ha manchado la foto, de la misma manera que el sórdido presente mancha los recuerdos hermosos del pasado. Están contaminados esos recuerdos, tan envenenados como la copa de aguardiente. Miro ahora la foto y no le reconozco. Es el rostro de un hombre que se sabe amado: resplandece. Y era yo quien le amaba, aunque ahora no atino a saber cómo ni porqué.

Hace seis meses que nos hicimos este retrato, apretujados en un fotomatón de la estación de Atocha, cuando llegamos a Madrid. Hace seis días que empecé a echarle los polvos en la copa. Las mujeres somos buenas envenenadoras: es un arte final que nos es propio. A los hombres les gusta matar con grandes exhibiciones de violencia, como si se sirvieran del asesinato no sólo para librarse de un enemigo, sino también para hacer una demostración de poderío. Y así, estrangulan, apalean, descoyuntan y degüellan. Sobre todo aman las navajas, los cuchillos, las hojas afiladas. Los temibles hierros penetrantes. Si me oyera el psiquiatra diría que estoy obsesionada con los símbolos fálicos. En realidad era un psiquiatra muy malo. Gratis, de la Comunidad. Sólo fui un par de veces, cuando empezaron a sucedernos cosas raras.

Pero decía que los hombres gustan de matar violentando los cuerpos desde fuera, mientras que las mujeres preferimos la destrucción interior, que es más sutil. Somos especialistas en este tipo de asesinatos y gozamos de una larga tradición intoxicadora: desde la madrastra de Blancanieves a Lucrecia Borgia. A fin de cuentas, preparar una pócima letal es muy parecido a preparar una sopa de gallina, por ejemplo. Quiero decir que es una cosa de nutrición, que todo se queda entre pucheros. El envenenamiento como parte de la gastronomía.

A mí siempre me gustó cocinar. Y a Diego tirar dardos. En eso, y sólo en eso, se nos anunciaba de algún modo el destino. Nos conocimos precisamente así: yo cocinaba tapas en un bar de la playa, en La Carihuela, en Torremolinos, y él ganó el concurso de dardos del local. Era muy bueno, yo nunca había visto nada semejante. Era capaz de clavar una flecha en el culo de otra. Llevaba unos dardos especiales, de madera y plumas, en un estuche de cuero despellejado. Había vivido en Londres durante mucho tiempo, una vida nocturna de pubs, dianas de corcho y ocupaciones imprecisas y tal vez inconfesables. A mí me gustaba que fuera así, aventurero, cosmopolita y enigmático. Tampoco mi vida había sido lo que se dice ejemplar. Soy de la generación del 68; he rodado mucho y no siempre por los sitios más adecuados. Viví un par de años en India, he sido yonqui, me detuvieron una vez en Heathrow con unos granos de opio. Cuando encontré a Diego hacía mucho que estaba limpia, pero el mundo me parecía un lugar bastante triste. Él me dijo: «Te puedo hacer daño, no te enamores de mí.» Y eso me bastó para quedar prendida. Tengo 44 años, Diego catorce menos. Pero hace seis meses apenas si se notaba la diferencia de edad: yo todavía conservaba un buen aspecto. Lo que siempre me ha fallado ha sido la sensatez, no el físico.

Cuando nos vinimos a Madrid llevábamos un mes viviendo en la gloria. Nuestra pasión era insaciable: llegamos a la estación de Atocha y nos instalamos en el hotel Mediodía, justo al otro lado de la plaza, porque cualquier otro sitio parecía demasiado lejos para nuestra urgencia. Le prendíamos fuego a la cama varias veces al día. Y no era sólo el sexo: a través de tanta carne yo creía recuperar mi espíritu. Queríamos querernos y empezar juntos una nueva vida. A veces se me saltaban las lágrimas y pensaba que era de felicidad. Tenía que haber aprendido para entonces que llorar siempre es malo.

Adam Martinakis
El dinero se nos iba demasiado deprisa y necesitábamos buscar algún trabajo. Pero pasaban los días y no hacíamos nada. Una mañana de domingo Diego llegó al hotel muy tarde y muy excitado. Venía con un transportista y traían entre los dos un enorme baúl. «Lo he comprado en el Rastro, en una tienda de antigüedades», dijo mientras lo abría. «Es auténtico y me ha costado baratísimo». Dentro había tres vestidos chinos de mujer, entallados, muy bellos, de satén bordado; y tres opulentos p'ao, el traje chino de hombre en el que luego se inspiró el kimono japonés (¿y por qué sé yo esto?), los tres negros y con el forro color fuego. Nunca había visto antes una seda como aquella, tan densa, tan pesada. En el baúl estaban además todos los complementos necesarios: pantalones, zapatos, flores artificiales y agujas para el pelo, barras de maquillaje, joyas falsas. Había también una gruesa plancha de madera revestida de corcho, compuesta de tres paneles articulados: una vez montada sobre unos caballetes quedaba perfectamente vertical y del tamaño de una puerta más bien ancha.

«Y ahora viene lo mejor», dijo entonces Diego. Y sacó una caja lacada color musgo. Cuchillos. Estaba llena de cuchillos. Finos, delicados, de doble filo, la hoja larga y punzante, el mango de plata labrada con incrustaciones de nácar. Relampagueaban como joyas en su lecho de terciopelo verde oscuro. Recuerdo haberme extrañado de que la plata no estuviera ennegrecida, pero no dije nada. «Uno sólo de estos puñales debe de costar lo que me han cobrado por todo el baúl, ha sido una ganga.» Nos probamos la ropa: nos quedaba perfecta. Empecé a sentirme yo también feliz. Era una felicidad extraña, un poco intoxicante, como el burbujeo que te sube por la nariz cuando tomas champán. «Ya verás, montaremos un número de variedades, seremos un éxito», dijo Diego. El aliento le olía un poco a alcohol. Eso hubiera debido hacerme sospechar algo malo, o al menos algo raro, porque él jamás bebía ni una sola gota. Pero me sentía tan contenta y tan poderosa dentro de mi bello traje de china que ignoré los avisos. Suave suave el satén sobre mi piel, una caricia. Despojé a Diego de su kimono e hicimos el amor ahí mismo, en el suelo, entre cuchillos.

Los primeros cambios fueron tan sutiles que fui incapaz de percibirlos. Pensando ahora, desde el conocimiento de lo que después vino, me doy cuenta de que tras la entrada del baúl en nuestras vidas nada volvió a ser igual. Diego empezó a entrenarse: montó el panel de corcho en un rincón del cuarto, chinchetó en él una silueta de papel y se puso a lanzar los cuchillos. Al principio, hasta que cogió el pulso de la forma y el peso de las armas, las puntas de acero rasgaron alguna vez el borde del patrón. Pero enseguida, y para mi sorpresa, porque los puñales exigían una técnica muy distinta a la de los dardos, adquirió una precisión y una seguridad admirables. «Dentro de poco empezaremos los ensayos de verdad», dijo una tarde. «¿Cómo de verdad?», le pregunté: aunque sabía. «Contigo. Los ensayos contigo, en el panel.» Me dejé caer sobre una silla. «Ni lo sueñes. No lo voy a hacer. No pienso hacerlo.» Diego se volvió bruscamente hacia mí: tenía un cuchillo en cada mano y por primera vez le tuve miedo. Pero fue un sentimiento tan fugaz como un escalofrío. Sonrió: «No seas tonta: eso es lo que nos va a hacer famosos, eso es lo que dará a nuestro número su categoría. Sin eso no nos contrataría nadie. No tendrás miedo, ¿verdad? Si no estuviera seguro de que no te va a pasar nada no te pediría que lo hicieras, cariño. Ya ves que no fallo nunca.»

Era cierto, no fallaba jamás. Me estremecí. Me acababa de dar cuenta de que hacía mucho que no me llamaba «cariño», que no me trataba tan dulcemente. Hacía varios días que no nos amábamos. Cada vez empleaba más horas en sus entrenamientos: incluso se vestía desde por la mañana con el p'ao, decía que necesitaba acostumbrarse a las amplias mangas para que no le estorbasen en la tirada. El panel había ido saliendo de su rincón del cuarto y ahora estaba en mitad de la habitación. Me ponía nerviosa la visión omnipresente y protagonista de esa estúpida plancha de corcho y madera. O quizá me ponía nerviosa el progresivo ensimismamiento de Diego. En cualquier caso yo salía cada día más. Me levantaba temprano y me iba del hotel, paseaba por el Retiro, tomaba limón granizado en los chiringuitos, me sentaba en los bancos de Recoletos a leer un libro, me metía en un cine. Incluso fui una vez al museo del Prado. Y cuando regresaba al hotel, Diego seguía clavando puñales en el corcho. En la penumbra, porque la habitación estaba cada día más a oscuras. Empezó corriendo las cortinas, luego bajando las persianas más y más. «No soporto este sol, el verano en Madrid es inaguantable.» Ahora estaba casi siempre de mal humor. Le había cambiado el carácter. Lo cual no era extraño, porque bebía. Bebía cada vez más y desde más temprano. Comenzó con cervezas, luego se pasó al whisky. Esos días fueron mi última oportunidad, ahora lo veo: hubiera debido marcharme entonces, pero no me sentía capaz de abandonarle. No ya por no poder vivir sin él, sino por no poder vivir sin mi propia pasión. Sin la ilusión de que la existencia podrá ser un lugar mejor, sin ese centelleo entre las tinieblas.

Una tarde regresé al hotel y me encontré con que Diego me estaba esperando. Me arrojó uno de los vestidos chinos: «Póntelo. Vamos a empezar los ensayos.» «Te dije que no pensaba hacerlo», contesté cruzándome de brazos. Fue un desafío que duró muy poco: de inmediato, sin un solo gesto, sin una palabra, Diego me dio dos bofetadas. Nunca me había pegado. «Póntelo.» No estaba en absoluto furioso: su fría determinación era lo que le hacía más terrible. Aturdida, me quité los vaqueros, la camisa. Tantas veces antes me había desnudado ante sus ojos, tantas veces había disfrutado de la dulce y turbia sensualidad de ofrecerte al amante. Pero ahora su mirada me quemaba la piel, me hacía daño. Me puse el traje; algo se revolvió en mi estómago, era un espasmo de odio. Me dirigí hacia el panel con resolución: en ese momento no me importaba hacer de blanco, no me importaba lo más mínimo. El odio crecía dentro de mi vientre, mezclado con la furia, el deseo de venganza, la necesidad de humillarle y vencerle. Apoyé la espalda contra el corcho, extendí los brazos y me agarré al marco de madera labrada. Diego comenzó a arrojar los cuchillos: los puñales silbaban en el aire estancado, en la penumbra tibia. Los dos primeros se clavaron a ambos lados de las caderas, los segundos junto a los hombros. Después las afiladas hojas se apretaron en el hueco de las axilas, en la cintura, en la línea de las piernas. Las dos últimas se hincaron junto al cuello: cerca, muy cerca, como besos de acero. No quedaban más cuchillos y yo seguía viva.
Diego se acercó y me apartó del corcho. De nuevo sin un gesto, de nuevo sin palabras, empezó a hacerme el amor con rudeza, incluso con violencia. Y a mí me gustaba. Le necesitaba de una manera feroz, absoluta, distinta. Había algo desesperado en la manera en que nos aferrábamos el uno al otro, en el modo de combatirnos por medio de la carne. Entonces es cierto que el odio se parece tanto al amor, pensé. Desde el suelo veía, en el panel, la silueta de mi cuerpo hecha con cuchillos, el perfil vacío de mi otro yo.

Nada más terminar me puse en pie: quería ducharme, hubiera deseado meterme en el mar, librarme de algo interior que me manchaba. Entonces fue cuando lo vi. Estaba todo extendido sobre la cama, ordenadamente dispuesto, como si fuera un bodegón. El gran sobre de papel marrón a un lado, luego los recortes de periódico haciendo un cuadrado, en el centro el folio mecanografiado. «¿Qué es esto?», pregunté. Diego se encogió de hombros: «Un sobre que me han dejado en recepción.» Cogí los papeles. Los recortes estaban muy amarillos y eran todos del año 1921. «Trágico accidente en el circo Price», «La muerte visitó la pista», «Horror en el circo»... Miré el papel: era una hoja nueva, sin arrugar, escrita a no dudar recientemente. Decía así:

«El 17 de febrero de 1921, durante la función de noche del circo Price de Madrid, hoy desaparecido, Lin-Tsé, artista estrella de la velada y lanzador de cuchillos de gran fama, atravesó la garganta de su compañera en mitad de la actuación, causándole la muerte de manera instantánea. Era época de carnavales y el circo estaba lleno, de manera que dos mil personas pudieron contemplar, espantadas, el fallo irremediable, la sangre que inundó de inmediato la pista (la herida, además de fatal, era muy aparatosa) y el dolor de Lin-Tsé, que en su desesperación se arrancaba los cabellos de su larga coleta y hubo de ser sacado de escena medio desvanecido. Y no era para menos, porque la víctima, la pobre Yen-Zhou, no sólo era su ayudante, sino también su esposa.

»Pero si alguno de esos dos mil horrorizados y conmovidos espectadores hubiera podido ver a Lin-Tsé pocos días después, sin duda se habría admirado ante la asombrosa recuperación del artista. Una vez secas las lágrimas de la primera noche, el hombre, inescrutable como suelen serlo los orientales ante la mirada occidental, no volvió a mostrar inclinación alguna a llorar a su muerta. En la compañía se rumoreaba desde hacía tiempo que Lin-Tsé mantenía una relación clandestina con Paquita, una de las muchachas del coro; la relación se hizo oficial apenas el artista quedó viudo, y cuatro o cinco meses más tarde se casaron. Paquita tenía quince años por entonces; Lin-Tsé, unos cuarenta, y Yen-Zhou, según los recortes de la época, había cumplido los 61. La policía interrogó al artista varias veces pero nunca consiguió probarle nada. Todos en el circo estaban convencidos de que Tsé, un gran profesional que jamás fallaba en su rutina, había asesinado a su esposa en medio de la función de gala, bajo la mirada de todo el mundo, en un crimen espectacular ejecutado dentro de un espectáculo, el crimen más evidente y menos disimulado, el crimen perfecto.»

Los folios no tenían firma, el sobre carecía de remite. «¿Qué es esto?», pregunté de nuevo: mi voz sonaba chillona, extraña en mis oídos. «No sé. Supongo que me lo ha mandado el anticuario», respondió Diego. Volvió a encogerse de hombros y se sirvió una copa de una botella tripuda que yo antes no había visto. «¿Quieres? Es sake. Un aguardiente de arroz japonés. Muy rico. Creo que de ahora en adelante no voy a beber más que esto», dijo con un guiño. Y tenía razón. No ha vuelto a beber más que sake. Últimamente, sake envenenado.

A partir de ese momento las cosas no hicieron sino deteriorarse. Aunque a decir verdad lo sucedido, más que un deterioro, era y es un cumplimiento, la llegada inexorable de nuestros destinos, de un final extraño y sin embargo lógico para el que parecería que hemos nacido, de modo que nuestras existencias anteriores, todas las peripecias y avatares vividos, no habrían sido sino el tiempo de espera hasta llegar a esto. Y esto es el furor y la violencia, el odio que hoy nos une con más fuerza de lo que une la pasión amorosa más intensa. Nunca he dependido tanto de un hombre como dependo hoy de Diego. Por eso quiero matarle.


Durante un tiempo seguimos ensayando: todos los días, empleando en ello muchas horas. Ya no salíamos de la habitación del hotel: mi vida era un lugar angosto y el universo se acababa en el pasillo. Vestíamos las ropas chinas, dormíamos de madrugada, comíamos desganadamente las bandejas que nos subían, a deshora, camareras estúpidas a las que yo detestaba inmediatamente, porque creía ver en ellas a mis rivales, chicas jóvenes con las que Diego coqueteaba. Yo me había descuidado mucho: podían pasar varios días sin que me lavara, llevaba las uñas rotas y sucias, el pelo grasiento. Me miraba de refilón en los espejos (no soportaba, ya no soporto más mi visión directa) y me veía vieja. He envejecido tanto en unas pocas semanas que casi parezco otra persona.

Un día Diego se quitó el p'ao, se vistió con sus antiguos vaqueros y una camisa y se fue del hotel sin decir palabra. Yo me quedé temblando. Temblaba tanto que me tuve que sentar en la cama, ya que las rodillas no me sostenían. Tenía miedo porque pensaba que Diego se había ido para siempre. Pero también tenía miedo porque pensaba que iba a regresar. Me asusté tanto de mi propio susto que me eché a la calle y acabé, no se cómo, en un centro de mujeres del barrio. Fue entonces cuando me enviaron a la consulta del psiquiatra. Creo que aquel fue mi último intento de escapar.

Durante algunos días repetimos los dos la misma rutina: Diego se marchaba por las mañanas y yo poco después. Por la noche regresábamos a nuestro estrecho encierro. El día de mi tercera cita con el médico no acudí. En vez de ir a la consulta fui andando a la Biblioteca Nacional y convencí a uno de los empleados para que me buscara el significado de la palabra sipayibao. Tardó bastante pero al cabo regresó con la respuesta: era un arbusto parecido al zumaque, de la familia de las terebintáceas, pero en una variedad que sólo se daba en China. Era, además, mucho más intoxicante que su pariente europeo. De hecho la ralladura de sus raíces constituía un veneno poderoso; administrado en ínfimas cantidades pero de forma continuada, alteraba al poco tiempo el proceso de coagulación de la sangre, de modo que la víctima fallecía a causa de derrames cerebrales o hemorragias internas que parecían naturales. Como se trataba de un veneno limpio que no dejaba huella, había sido abundantemente usado, según decían las crónicas, en las épocas más turbulentas de la China de los mandarines, hasta el punto de que el último emperador de la dinastía Ming mandó arrancar, en 1640, todos los sipayibaos del país, y prohibió su plantación y tenencia bajo pena de muerte. Eso, ralladura del arbusto letal, era lo que yo tenía en una minúscula botellita que estaba en el baúl, revuelta con los demás pomos de los maquillajes.

Cuando Diego regresó aquella noche me comunicó que había firmado un contrato para que actuáramos en Carambola, un local a medias cabaret y a medias discoteca que está en la plaza del Ángel. Allí seguimos todavía; he de decir que tenemos mucho éxito y que hemos contribuido a que el lugar se haya puesto de moda. Todas las noches hay dos pases: a las doce y a las dos. Cerramos el espectáculo, que aparte de nuestro número es bastante vulgar: un travestido que imita a Rocío Jurado, un humorista muy triste, unas chicas ni demasiado jóvenes ni demasiado guapas con plumas en las caderas y los pechos pintados de purpurina. Luego salimos nosotros.

Diego revienta globos y parte manzanas por la mitad con sus cuchillos, lanza sus armas desde el suelo, de espaldas o con los ojos vendados. Pero todo eso no son sino adornos, porque el número fuerte, lo que viene a ver la gente, es lo que me hace a mí. Al final redobla un tambor y yo me arrimo a la plancha de corcho y madera. Lo hago lentamente, mientras van acallándose las voces de la sala. Porque siempre se callan. Guardan un silencio absorto y casi litúrgico mientras Diego dispone sus cuchillos en hilera en la mesita auxiliar, a su derecha. Y cuando coge el primero, cuando sujeta el puñal por la afilada punta y lo alza en el aire, centelleante, entonces el silencio es tan completo que resulta ensordecedor: es como un fragor en los oídos, un viento entre hojarasca, el rugido del agua espumeante. Aunque tal vez ese sonido que oigo no sea más que mi miedo, que me agolpa remolinos de sangre en la cabeza. Siempre estoy esperando que el próximo cuchillo sea el último.

Pero hasta ahora no lo ha sido, así es que la vida continúa. Trabajamos, dormimos, comemos. Como cualquier persona. Y nos maltratamos: mucho más que cualquiera. Diego a veces es violento: cuando está muy borracho. Y yo le digo palabras espantosas, las frases más terribles que he dicho jamás. Siempre fui buena hablando; ahora soy buena hiriendo, haciéndole sentirse despreciable. Sé que le vuelvo loco cuando le hablo con todo mi odio. Es como si ahora Diego y yo sólo supiéramos vivir para hacernos daño.

Hace unos días empecé a echarle los polvos de sipayibao en la copa de sake. No es muy distinto a echar la levadura en un bizcocho: las mujeres somos buenas envenenadoras, es algo que va en nuestro carácter. Diego me quiere matar. Si yo no consigo terminar antes con él, él me asesinará una de estas noches, en mitad de la actuación, frente a todo el mundo. Me clavará un cuchillo en la garganta, como hizo Lin-Tsé con Yen-Zhou en el circo Price. A veces me pregunto qué nos ha sucedido. Me produce vértigo pensar en todos esos detalles inquietantes que rodean nuestra historia. Resulta extraño, por ejemplo, que Lin-Tsé, según explica uno de los recortes, muriera dos días después de su boda de un derrame cerebral. Y que yo intuyera, que supiera de algún modo, aún antes de ir a la Biblioteca, que el diminuto frasco en el que se leía esa única palabra, sipayibao, era una sustancia letal: mi arma secreta. O que la piel de Diego se esté poniendo oscura, un poco amarillenta. Oh, sí, claro, el hígado, el sake, bebe tanto. Ahora sé que Diego había sido un alcohólico, antes de conocerme. Y eso, su recaída, puede ser la causa de este infierno. Eso y mi masoquismo, eso y mis deseos autodestructivos, como decía ese estúpido psiquiatra. La pasión como dolor, la pasión como peligro. Sí, podría ser. Pero, ¿por qué no dudo a la hora de escoger la dosis adecuada del veneno? ¿Por qué mi cuerpo ha envejecido tanto en tan poco tiempo?

De modo que seguimos. Esto es, yo sigo emponzoñando su bebida y él sigue arrojándome los cuchillos cada noche, mientras yo espero, arrimada al panel, que me suba a la boca el sabor final del acero y la sangre. A veces, cuando está a punto de tirar el arma, creo adivinar (tarda un poco más de lo debido, hay un asomo de duda en su movimiento) que la trayectoria va a resultar fatal. Pero entonces algo cruza sus ojos fugazmente: un brillo de reconocimiento, un estremecimiento de la memoria. Y por una milésima de segundo somos capaces de vernos como fuimos, tal y como estábamos en la foto de la estación de Atocha, abrasados de amor y de deseo, ciegos de ganas de querernos: la pasión como vida, la pasión como belleza. Mueve entonces el brazo Diego casi imperceptiblemente, rectifica en el último momento la dirección del tiro, y el cuchillo se clava una vez más junto a mi cuello con un sonido seco, borrando el dulce espejismo que nos unía al pasado y anegándonos nuevamente de odio. Así son nuestras noches, así pasan los días. No sé quién conseguirá esta vez acabar antes.











Uff, ese último escalofrío de los fantasmas de Lin-Tsé y Yen-Zhou corporeizándose bajo la piel de esta pareja. Una nueva posesión después de la del amor.
Este relato está incluido en el libro Amantes y enemigos de Rosa Montero (Madrid, 1951). Los 19 relatos que integra giran en torno al amor y al desamor, a las rutinas y a las venganzas, a las obsesiones que encumbran y destruyen todo amor. Llegó a decir la autora, "el amor-pasión muere en contacto con la realidad, está condenado al fracaso". Y también: "Me interesa todo lo que se cuestiona desde la pareja: la propia identidad, donde empieza uno y termina el otro, cómo los propios deseos pueden ser una condena, el problema de la turbiedad del ser, la destrucción del ser...''. 

martes, 29 de diciembre de 2015

FOTO - de Ismael Ferrer

En plena época navideña y con la presión consumista de regalar, regalar, regalar; he aquí un inocente regalo que esconde un cariz bien siniestro. Una idea sencilla pero que gracias a una muy efectiva realización llega a provocar un súbito escalofrío.

A Sandra le han regalado una cámara digital. Parece un regalo inofensivo hasta que empieza a repasar las fotos que ha hecho esa noche…




"Foto" es un breve pero impactante relato de terror basado en un suspense muy conseguido. El atrezzo del libro que lee Sandra, Déjame entrar, y el cuervo son dos pinceladas que subrayan esa latente amenaza.

El corto fue escrito y dirigido por Ismael Ferrer e interpretado por Paula Jiménez para Bamf Produccion en 2011. Ha ganado numerosos premios en diversas ciudades españolas y obtuvo una Mención Especial del Jurado en la 1ª Edición del Festival Monkey Horrofest (Madrid). 

TOMMASO LANDOLFI - por Italo Calvino














Italo Calvino llevó a cabo una selección de los cuentos de Tommaso Landolfi que editó Siruela (1991) en su maravillosa colección de El Ojo sin Párpado. En español se tituló Invenciones, aunque el original llevase por título Le piú belle pagine de Tommaso Landolfi. El prólogo le sirvió a Calvino para acercarnos el estilo y la personalidad de  este autor y traductor, perfecto dandy obsesionado por el juego y el lenguaje.  


LA EXACTITUD Y EL AZAR

Lo que esta selección de cuentos se propone es un nuevo encuentro entre Landolfi y el público. El don de captar la atención y de provocar la maravilla del lector Landolfi lo tuvo en grado sumo (de sus maestros del romanticismo «negro» había heredado el gusto por el cuento de efecto y suyos, en toda su plenitud, eran la agilidad, el brío y la riqueza sin igual de los recursos verbales capaces de garantizarle una escritura comunicativa en su máximo grado). Pero la fama de impracticabilidad y extrañeza que caracterizó su personaje legitimaba la convicción —nunca hasta ahora desvanecida— de que su obra debía ser «para unos pocos». Una ocasión de comprobarlo puede ser esta selección, que, como «invitación a la lectura de Landolfi», puede representar los variados aspectos de la extraordinaria individualidad del autor. 

En una obra como la de Tommaso Landolfi la primera regla del juego que se establece entre autor y lector es que, más pronto o más tarde, hay que esperarse una sorpresa, y que esta sorpresa nunca será agradable o consoladora, sino que tendrá el efecto, en el mejor de los casos, de una uña que chirría contra un cristal o de una caricia a contrapelo o de una asociación de ideas que inmediatamente se querría arrancar de la mente. No por nada los penúltimos retoños de la genealogía literaria a la que Landolfi pertenece, Barbey d’Aurevilly y Villiers de l’Isle-Adam, titularon sus libros de cuentos Las diabólicas y Cuentos crueles

Pero el juego de Landolfi es más complejo. Alrededor de una idea —casi siempre una invención pérfida u obsesiva o escalofriante— se organiza un cuento de elaborada ejecución planteado casi siempre sobre una voz que parece ser el eco de otra voz (pero como un gran actor que, para definir un personaje, sólo necesita distanciarse apenas una pizca de su propia dicción habitual), o, digamos, sobre una escritura que sólo fingiendo ser parodia de otra escritura (no de un autor particular, sino como de un autor imaginario al que todos tenemos la ilusión de haber leído una vez), logra ser directa y espontánea y fiel a sí misma. Alrededor de este planteamiento se despliega un espectáculo verbal que sabe dosificar sus propios golpes de escena con precisión pero también abandonarse a la inspiración más voluble. 
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Al hacer esta antología de Landolfi excluí las tres piezas del volumen Tre racconti, a las que clasifiqué en la categoría de las obras narrativas de más amplio vuelo («cuentos largos» o «novelas cortas», entre las cuales mi preferencia se inclina por Racconto d’autunno), no susceptibles de ser incluidos en una antología en cuanto que libros completos en sí mismos, que se toman o se dejan. 

El «verdadero Landolfi» que este volumen propone es el que prefiere dejar en su obra algo no resuelto, un margen de sombra y de riesgo; el Landolfi que despilfarra sus jugadas en una apuesta o las retira bruscamente de la mesa con el gesto alucinado del jugador. 

El jugador —casi siempre en primera persona y, a veces, en tercera— es el protagonista más frecuente de sus cuentos y de sus meditaciones, a los que cada vez más sirven de escenario las ciudades que tienen un Casino, sobre todo la que para mí se identificaba con mis raíces familiares y todos mis recuerdos de infancia y juventud, y para él no sólo con la pasión devoradora de toda su vida sino con la llegada de su madurez en su nuevo papel de padre de familia. Recuerdos muy distintos nos unían a las mismas calles, a los mismos colores de estaciones y paisajes. La narración de sus primeras expediciones juveniles a San Remo (que no encuentro en los cuentos escritos por él, pero de algunos cuentos suyos narrados a viva voz me queda la evidencia, el corte, el estilo, como de una página escrita) incluía la llegada en tren, las maletas dejadas a toda prisa en el hotel, la carrera hacia las salas de juego, las horas de la tarde, de la noche y de la madrugada pasadas sin aliento en la ruleta o el chemin-de-fer, hasta que —me parece que era a las cinco de la mañana— los croupiers cerraban la banca y los últimos infatigables perseguidores de un anhelado desquite se veían obligados a desalojar. Entonces volvía al hotel, que era el que estaba (el «Europa e Pace», creo) justo enfrente del Casino. Insomne, se asomaba a la ventana; en la luz del alba reconocía las ventanas de la sala de la que acababa de salir; los cristales estaban abiertos para cambiar el aire saturado de humo y veía a las mujeres de la limpieza atareadas con las aspiradoras y las abrillantadoras alrededor de las mesas; mentalmente, las incitaba a que se dieran prisa porque debía volver a ocupar su sitio lo más rápidamente posible. No podía quitar la vista de allí, contando las horas que lo separaban de la reapertura del juego. 

En cambio, nunca conocí en vivo la otra máscara, que en alternancia con ésta, Landolfi coloca al yo narrador de sus cuentos (más frecuente en los primeros que en los últimos, a pesar de que la casa solariega de Pico, entre los olivares de la Ciociaria, continuase siendo hasta el final un polo estable de su vida): el personaje del hidalgo de pueblo que envejece permaneciendo soltero e «hijo» en un ambiente que concentra todas sus obsesiones de lunático. Pero aquí entramos en una zona en la que sobre la autobiografía prevalece la transfiguración caricaturesca, como una mueca cruel y dolorosa, cuando no de sadismo y de impotencia. 
... 

Pero, además, hay otro Landolfi: el literato laboriosísimo y competente y el traductor preciso y genial, el autor de miles de páginas que llevan la señal de la gracia como única marca de origen (y no la de la caza a los magrísimos ingresos que, oyéndole hablar, dominaba todos sus pensamientos y sus esfuerzos). Es éste un personaje que se encuentra más raramente en los cuentos (a veces se le reconoce en páginas de viaje, como si el movimiento fuera la necesidad auténtica de esta existencia sedentaria), pero sí en los recuerdos de sus amigos, sobre todo del decisivo período florentino de antes de la guerra.

Las relaciones de Landolfi consigo mismo, si se las sigue a través de sus escritos, definen un egotismo de lo más complejo y contradictorio. Del teatro de las narraciones en que más se ensaña consigo mismo se pasa a la vena de autobiografía directa y libre, donde (más que en los cuentos de invención) la medida y el distanciamiento son los que revelan su sufrimiento. Siguiendo esta línea de constancia psicológica, podemos partir de sus memorias del colegio en Prato para llegar a uno de los últimos cuentos publicado en el Corriere, «Cochinilla de humedad», hasta este momento inédito en libro.

Y aquí no me pondría a averiguar cuánto de auténtico y cuánto de teatro había de verdad en estos tormentos interiores. Ya el hecho de que, haciendo alarde de su yo doliente, quisiera, sobre todo, divertirse y divertir, rescata su actitud ya sea del egocentrismo ya sea de un juego del todo exterior. Del mismo modo que poco cuenta establecer si sus obsesiones y los fantasmas de la imaginación sexual que sus cuentos ponen en evidencia son pura ficción o corresponden a pulsiones del inconsciente. Con su ostentación parece darse a la interpretación psicoanalítica (y así, Sanguinetti, tomando como ejemplo «Un pecho de mujer», puede rastrear a lo largo de su obra una constante sexofóbica o, mejor dicho, de miedo al sexo femenino), pero, al mismo tiempo, la desarma, ya que la ausencia de censuras interiores debería implicar que el verdadero inconsciente está en otra parte.

La cuestión de qué es lo que Landolfi dice verdaderamente aún está por plantear. Porque Landolfi sigue siempre el hilo de un discurso propio cuanto más declara que «no tiene nada que decir». No tardará en llegar el momento en que su filosofía sea extraída de la maraña de interrogaciones sin respuestas, contradicciones, declamaciones y provocaciones que lo envuelve. Si nuestra intención ahora es sólo comunicar el placer de leer a Landolfi en superficie es porque ése es el primer paso necesario. Y sólo en superficie documentamos también su gusto por los falsos «tratados», las falsas «conferencias», las falsas «obrillas morales», pero sin excluir que un día se pueda afirmar que sólo eran falsas hasta un cierto punto y que un hilo que une Leopardi a Landolfi existe, entre los dos burgos salvajes y las dos mansiones paternas y las dos juventudes gastadas en los sudados papeles y las dos invectivas contra las suertes humanas cuando aparece la verdad. (Por lo que se refiere a los diálogos, que Landolfi escribió en gran número, especialmente en sus últimos tiempos, debo decir que son lo que menos me gusta. Si puedo fiarme de mi lectura en superficie, creo que corresponden a su vena menos exigente.) 
... 

Suele decirse que lo que Landolfi escribe siempre es máscara del vacío, de la nada, de la muerte. No se puede olvidar que esta máscara siempre es un mundo pleno, concreto, cargado de significados. Un mundo hecho de palabras, naturalmente, pero de palabras que cuentan por su riqueza, precisión y congruencia.

Paolo Veronese - La scimmia Tombo?
Tómese un texto emblemático como «El paseo». Las frases están construidas a base de sustantivos y verbos incomprensibles, como en uno de esos experimentos de falso significado de un léxico inventado, como hace Lewis Carroll en Jabberwocky. Si así fuera, sería un divertimento no nuevo y de poca sustancia. En cambio, basta con que el lector se tome la molestia de consultar un buen y viejo diccionario de la lengua italiana (Landolfi utilizaba el Zingarelli) y verá que todas las palabras están en él… «El paseo» es un texto con un sentido completo, sólo que el autor se impuso como regla usar el máximo número posible de vocablos caídos en desuso. (Él mismo, en un volumen sucesivo, no supo resistir la tentación de desvelar el secreto para mofarse de aquellos que no lo habían descubierto.) De donde se ve que el «embrollón» Landolfi es el «antiembrollón» por excelencia: devuelve significado (el significado) a las voces que lo habían perdido (y en vez de dejar al vulgo literato en el error, se toma la molestia de explicar pacientemente qué es lo que ha hecho). 

Pero el discurso de Landolfi sobre el lenguaje había comenzado mucho antes. El cuento que da título a su primer libro (Diálogo de los máximos sistemas, 1937) consiste en una discusión sobre el valor estético de poemas escritos en una lengua inventada que sólo su autor (pero tal vez ni siquiera él) puede entender. No es sólo por hipérbole irónica, creo, que cuento y volumen se ornaran de aquel título ilustre. Es como si Landolfi quisiera anunciarnos que más allá del humor paradójico de su texto (y más allá de la sátira, que también aflora claramente, del crocianismo académico entonces dominante) el problema que más le interesa es precisamente el de la lengua como convención colectiva y herencia histórica y el de la palabra individual y mudable. 
... 

De los cuentos y de los diarios de Landolfi me parece que se pueda extrapolar una teorización lingüística cuyos presupuestos son las estructuras mentales innatas (véanse en Des mois las reflexiones sobre su hijo, que está empezando a hablar), la arbitrariedad del signo lingüístico (ibídem, pp. 135 y ss.) y, sobre todo, la no arbitrariedad de la lengua como sistema, como creación histórica y estratificación cultural (ibídem, pp. 9-10 de las que extraigo la cita que sigue). 
«Amenas tentativas de quien busca nuevos lenguajes y necesariamente vuelve a caer en algún antiquísimo sistema de relaciones del que no se escapa. Antiquísimo, connatural diría yo. Desafío a quien sea a que invente de verdad un juego nuevo (de fondo y no de modo) o, si no, una nueva relación con la realidad (o irrealidad): los resultados obtenibles se disponen inevitablemente, parece, en la una o en la otra de las categorías ordenadas, en número finito, ab aeterno.» 
La creación individual e imprevisible del poeta es posible sólo porque a sus espaldas hay una lengua con sus reglas y sus usos establecidos que funciona independientemente de él: el razonamiento de Landolfi siempre gira alrededor de este eje. (También en la conversación: recuerdo que la primera vez que hablé con él, hace veinticinco años, acabamos no sé cómo discutiendo de lengua y de dialectos y él confutó los argumentos con que yo defendía la posibilidad de un italiano literario que tuviera sus raíces fuera del toscano.) 

Tomasso Landolfi

En suma, no es el impulso innovador de la vanguardia lo que mueve las acrobacias de Landolfi; al contrario, él es un conservador de un modo especial (hasta metafísico) en el que no puede no ser conservador el jugador al que la inmutabilidad de las reglas del juego garantiza que el azar no será abolido en cada tirada de dados.

Su crítico y compañero más fiel e incondicional (desde los años florentinos), Carlo Bo, dejó escrito en más de una ocasión que Landolfi era el primer escritor italiano después de D’Annunzio que podía hacer con la pluma todo lo que quisiera. Al principio el emparejamiento de los dos nombres me sorprendió, aunque ambos derivasen del modelo del dandy decimonónico (tipo el Des Esseintes de Huysmans); DAnnunzio había partido en dirección heroico-eufórica y Landolfi en dirección autoirónica y depresiva. En suma, los personajes, su presencia literaria y su relación con el mundo eran opuestos. Luego, pensándolo bien, comprendí que el verdadero elemento en común entre los dos era otro: del uno y del otro (y sólo de ellos dos) se puede decir que escribían teniendo presente toda entera la lengua italiana, la pasada y la presente, disponiendo de ella con maestría y mano segura como de un patrimonio inagotable al que recurrir con abundancia y placer continuo.

Claro que por lo que respecta a Landolfi hay que atribuirle un papel especial a su experiencia de traductor, y no de las lenguas «que todos saben» sino del ruso (que en la cultura italiana sigue siendo una lengua para especialistas, y no sólo en Italia. El único precedente ilustre que recuerdo es el de Merimée, que tradujo los cuentos de Pushkin). En suma, hay que referirse a ese particular placer de hacer vivir acentos lejanos y complejos en una impostación de voz toda italiana, con la limpidez y las sombras de su Gogol, el habla agitada de su Leskov, el falsete del colorido precioso de su Hofmannsthal (El caballero de la rosa, por referirnos a otra de sus lenguas). 

Pero su identificación con una dimensión de la literatura europea, sin la que Landolfi no sería Landolfi, no debe hacernos olvidar su dominante pasión por la literatura italiana. Es éste un aspecto poco documentado en sus escritos (aunque hizo crítica literaria de un modo regular en Il Mondo de Pannunzio, sólo se ocupaba de extranjeros), pero revelaba en su conversación, que se encendía al discutir de Manzoni o de Foscolo o al citar usos lingüísticos y vocablos de los clásicos; y hasta cuando se hablaba de contemporáneos, él, aparentemente tan poco atraído por la actualidad, era a la lengua a la que dirigía su atención. (Si alguna vez tuve algún mérito a sus ojos fue porque había usado en un cuento mío la palabra «pezdehuevo», que es el correcto vocablo italiano para «tortilla francesa».)

Obsérvese bien que este amor suyo por el vocabulario no era en él preciosismo ni exaltación canora. Y aquí conviene citar a Giacomo Debenedetti: «Al leer a Landolfi es como si uno se encontrase frente a palabras demasiado bellas, demasiado correctas para ser verdaderas y, en cambio, son de puro vocabulario, donde estaban a la espera de que alguien las encontrara. En cambio, él las alinea sin pestañear: la frase no se recrea en ellas, no se sostiene; parecen salidas de la memoria usual donde tomamos las palabras de todos los días. Hasta un barroco o un decadente habría ido a buscarlas, pero para hacerlas florecer en la cumbre de una escala musical; Landolfi las nivela en su bello timbre de cantante bajo». 
... 

La fisicidad de la existencia está siempre presente en su imaginar así como en su argumentar. Una pulsión de muerte —hecha de miedo y de atracción— se cierne continuamente en sus pensamientos, pero queda representada a través de la emoción corpórea. La abstracción desencarnada de la mente del filósofo no está hecha para él: su problema es la presencia determinada, física, sensible, tanto de sí mismo como de los demás, que le provoca reacciones tumultuosas: espanto, crueldad homicida; pero éstas no son más que las notas extremas de una gama que engloba todas las posibilidades afectivas. 
... 

Pues, ¿y la muerte? ¿Se puede dar de ella una imagen sensible y una experiencia? En los escritores románticos y simbolistas el tema principal de los cuentos fantásticos eran los espectros, los muertos vivientes, los dudosos confines entre ultratumba y nuestro mundo. Landolfi exploró a lo largo y a lo ancho ese repertorio, y apariciones del más allá no faltan en sus dos novelas mayores, La pietra lunare y Racconti d’autunno. Pero en las narraciones más cortas entre las que debía hacer mi selección diría que el mundo de los muertos nunca ocupa el primer plano; su obsesión, más que la muerte, es la patología del viviente. De Poe, autor al que a menudo se le compara, el tema dominante, la necrofilia, no se da en Landolfi; sólo encontramos el tema complementario, la angustia de la muerte presunta y del entierro prematuro, pero como sutil pastiche e irónico homenaje al maestro en el cuento «Las labrenas».

La muerte, la nada, a menudo nombradas, pero raramente representadas, pertenecen, pues, al restringido número de conceptos abstractos del siempre concreto Landolfi. Un concepto que representa el límite necesario, el aliento, el reposo de este mundo tan denso de existencia, tan cargado tan compacto… La verdadera pesadilla de Landolfi es ésta: que la nada no existe. Incluso en sus dos libros de poemas (Viola di morte y, sobre todo, Il tradimento) retorna varias veces a este tema, enunciado en un párrafo de Rien va (p. 138)
«La existencia es una condena sin apelación y sin remisión; no hay nada que hacer contra ella. Y, tal vez, sea nuestra esperanza solamente, nuestra necesidad de recobrar el aliento, como provocada por el agudo dolor de una herida, la que ha imaginado un estado distinto del existir, una nada. Tal vez, Dios mío, todo existe, ha existido y existirá eternamente. No hay nada que hacer contra la vida, salvo vivir, más o menos, del mismo modo que en un lugar cerrado donde se ahoga uno con el humo del tabaco, no hay nada mejor que hacer que fumar…» 



Italo Calvino

sábado, 26 de diciembre de 2015

STAR WARS: El Despertar de la Fuerza - de J.J. Abrahams

Salgo del cine muy satisfecho con mi ración de duelos a espada-láser, batallas entre cazas rebeldes y alas del Imperio mas su pizca de misterio y aprendizaje con una nueva padawan. Sin embargo noto que, en mi memoria, todo comienza a desvanecerse de inmediato.

Me encanta la saga Star Wars. Asistí al estreno de la primera película siendo universitario y por siempre visitaré esas remotas galaxias  con la misma fruición con que visito Camelot, O.K. Corral o las cataratas de Reichenbach. En esta saga no hay películas buenas o malas. Solo las hay de primera o segunda categoría y este episodio VII, con todos los ingredientes agitados nuevamente de forma encomiable, es claramente de segunda. El motivo es que no aporta nada.

La primera trilogía es monumental porque, sobretodo en los episodios IV y V, George Lucas pone en pie toda una cosmología y una cosmogonía fascinantes. La Fuerza, los malvados Sith, los Jedis, la República, los territorios de la frontera, los rebeldes, las razas y planetas innumerables nos sumergen en un universo complejo y minucioso que con cada nuevo giro no dejaba de maravillarnos. 

Siguiendo los códigos del más cinematográfico de todos los géneros, el western (esos caballeros cabalgando por lugares inhóspitos, esos duelos a muerte, ese saloon donde se citan traficantes y delincuentes), y trenzando mimbres semejantes a los de la ascensión y caída de Roma; Lucas pone en pie todo un territorio de forma completa y coherente: desde el Senado de las Federaciones galácticas hasta la guarida del contrabandista Jabba el Hutt; desde el desierto de Tatoine y sus moradores de las arenas hasta las aguas de Kamino y sus clonadores; desde un malvado glorioso como Darth Vader hasta un wooki peludo tan leal como gruñón. 

De modo que, mientras el nivel de producción sea alto, no creo que ninguna de las trilogías venideras nos defraude. Otra cosa es que nos fascinen y deslumbren. Será difícil que aterrice en nuestras pantallas una historia tan potente y unos personajes tan carismáticos como los que nos maravillaron en los episodios IV y V. La segunda trilogía que nos dispensó George Lucas posee una enorme calidad técnica, un suficiente entretenimiento y una escasa categoría si salvamos al episodio III, La Venganza de los Sith


En este caso y llegados a un punto determinado, todo se convierte en manierista, que es como decir repetido aunque con gran pericia. Las batallas y los duelos cada vez más primorosamente rodados (por mor de los CGI), carecerán en mayor medida de genio. Creo que el propio creador Lucas ha llegado a esta misma conclusión y por eso ha vendido su imperio. 

En mi opinión el reto de futuras ediciones debería fijarse en revivir el asombro y las emociones que nos deparó aquel comienzo in media res. En menos de cinco minutos se  nos sumergió de golpe en una remota galaxia con un imperio, una rebelión y un pasado casi tan profundo como el universo. Darth Vader captura a la princesa Leia justo después de que lograse enviar a su unidad C3PO en busca del maestro jedi Obi-Wan Kenobi que permanece escondido en el planeta Tatoine. Allí enlazará con el joven Luke Skywalker. Los tres precisarán de los servicios del traficante Han Solo y su ayudante Kewbacca para escapar de las garras del Imperio.

El carisma de estos personajes, la sonoridad de los nombres de personas y lugares, así como su capacidad de evocación son formidables. A partir de aquí sólo quedará agitar y remover.
























J. J. Abrahams ha declarado en repetidas ocasiones que su anhelo era volver a los orígenes; por lo que cabe exigirle que nos maraville del mismo modo. No lo ha conseguido. Disfrutamos de esta nueva incursión y punto.

Este Episodio VII es un homenaje (que aquí quiere decir repetición) denodadamente vicario: se repite el esquema del robot que esconde los planos, del mismo modo que se repite el ataque a un planeta tipo Estrella de la Muerte. Asimismo se repite el comienzo de la primera y segunda trilogía con la presentación de un(a) joven aprendiz de la Fuerza que se deberá enfrentar al malvado. Finalmente se repite -de forma estrafalaria- la trama familiar que llegó a su cumbre con aquel inolvidable, "yo soy tu padre".

Creo que se ha confundido homenaje con reproducción. Puede resultar muy curioso investigar las docenas de homenajes, cameos y referencias que esconde esta muy erudita cinta; pero es necesario avanzar. Quizás la innovación nos llegue a través de los tres spin-off que ha anunciado Disney. Películas del universo Star Wars pero que se alejarán de todo lo anteriormente conocido, introduciendo nuevos personajes y situaciones. El primero ya está anunciado y se llamará Rogue One: A Star Wars Story. Ya lo estoy esperando.

jueves, 24 de diciembre de 2015

El HOMBRE VERDE - de Kingsley Amis















The Green Man (1969) es una variopinta novela que alberga por igual costumbrismo (se burla de la superficialidad de la clase media inglesa), humorismo y género fantástico. Pero sobre todo es un cuento de terror sobrenatural verdaderamente siniestro y con mucha atmósfera.

La historia se centra en Maurice Allington, “un hombre con una nueva segunda esposa, una hija adolescente de un primer matrimonio y un padre viejo y decrépito (sin contar una plantilla de nueve personas) con los que tenía que lidiar de muy diversos modos”. La narración en primera persona de este alcoholizado cincuentón nos regalará momentos de un patética hilaridad (incluyendo una conversación cara a cara con el mismísimo dios, un joven apuesto y barbilampiño); pero sobre todo un relato realmente espeluznante.

Maurice es propietario de una vetusta fonda en Hertfordshire, El Hombre Verde, establecimiento que existe desde la Edad Media y que a todas luces está encantado. Aunque al principio Maurice ve en ello un perfecto señuelo para turistas, la muerte repentina de su padre precipitará peligrosamente los acontecimientos. Poco a poco el tabernero se obsesionará con estas visiones monstruosas y espectrales de rostros y cuerpos mutilados. 

El fantasma al que remite la leyenda es el del clérigo Thomas Underhill, estudioso, brujo y asesino de niños, que en el siglo XVII ocupó la propiedad impregnándola con sus fantasmagorías. 

El núcleo central de la obra es la investigación histórico-ocultista que Maurice inicia: ¿Quién fue realmente Underhill y qué sucedió en aquella casa tres siglos atrás?. Aunque su gran afición al whisky y el dolor por la muerte de su padre nos harán dudar sobre la veracidad de lo narrado. 


De todos modos la atmósfera fantasmal es verdaderamente magistral y se nutre de espectros, libros de magia, documentos antiguos, exhumaciones en mitad de la noche, cementerios y visitas a la universidad de Oxford. Y, por supuesto, El hombre verde, una criatura fabulosa -que brota de los árboles y cuyo rostro es "una lisa corteza polvorienta como el tronco de un pino escocés, de órbitas irregulares en las que brilla una luminiscencia fungoide y una amplia boca sonriente que muestra una docena de dientes hechos de tocones de madera podrida"- que aparece en las situaciones más imprevistas y generalmente con nuestro protagonista anegado en alcohol. 

Todo ello alternado con escenas de verdadera sátira social; porque Maurice es incapaz de convivir  con su familia o con el entorno que le rodea. Su percepción de la realidad está muy alejada de la que tienen todos los demás. Es un alcohólico consumado, hipocondríaco, misántropo y libertino que vive exasperado un frenesí cotidiano que avivan su familia, camareros y clientes. 
«Como si estuviesen al servicio de alguna orga­nización antihotelera clandestina, sucesivos huéspedes trataron de violar a la camarera, pidieron un sacerdote a las tres de la madrugada, querían una habitación para sacar fotos a chicas desnudas y fueron hallados muertos en la cama". 
"Después de un año de conducta corriente, el camarero español entró en un intenso período de conducta de mirón, particularmente, pero no de modo exclusivo, valiéndose de la mirilla exterior del ser­vicio para damas".
Amis posee un gran reconocimiento por  obras donde prima el humor y la sátira social, Los viejos demonios” y “La suerte de Jim"  son prueba de ello; pero también era un gran conocedor de la literatura fantástica. En una ocasión confesó querer escribir una historia de fantasmas que fuese a la vez "irónica y malévola", tal cual El hombre verde es.
Recientemente se ha editado un precioso libro con todos su relatos.



P.D.

El Hombre Verde es una antiquísima tradición celta originaria de las Islas Británicas. Suele representarse como una cabeza humana hecha de hojas y plantas, o una cabeza de la que brotan guirnaldas vegetales. A veces aparece de cuerpo entero, un hombre completamente vegetal.

El Hombre Verde suele representar el ciclo de muerte/renacimiento que supone el paso del invierno a la primavera. Está relacionado con la fertilidad y los bosques, y es algo así como la representación masculina de la naturaleza. Si nos remitimos a figuras mitológicas llegaremos hasta Baco o Pan. También en otros país existen este tipo de figuras legendarias. Están Le Feuillou en Francia o el Blattqesicht en Alemania. En Navarra se llama Basajaun y muy recientemente lo hemos podido vislumbrar en la famosa trilogía de Baztán, iniciada con El Guardián Invisible y escrita por Dolores Redondo.

Siendo un mito pagano, el Hombre Verde aparece representado en muchas iglesias cristianas como la catedral de Chartres o la Capilla Rosslyn cerca de Edimburgo.

jueves, 17 de diciembre de 2015

DIÁSTOLE - de Emilio Bueso












Seguro que todos recordáis con fruición ese cosquilleo que te agita cuando descubres a un autor nuevo que te seduce. Emilio Bueso ya es reconocido y tiene en su haber varios premios; pero yo acabo de conocerlo en este libro suyo, sin más apoyo que un leve comentario en un artículo. De modo que he llegado virgen a su mundo y a su estilo... y me ha ganado. 

Diástole es una novela de género que integra con solvencia varios de ellos: intriga, aventura, horror. Las tramas se entrelazan certeramente y el argumento se multiplica por varios espejos hasta conformar un conjunto trabajado y compacto. 

Jérôme es un pintor fracasado y politoxicómano. Ha huido de París y trabaja en el call center de Insult Line, "Soy el tío al que pagan para ser insultado". En ese momento recibe el encargo de realizar el retrato de un hombre misterioso, Iván. Deberá completarlo trabajando durante cuatro noches seguidas en las que acudirá a una solitaria mansión en las montañas.

Mientras posa, Iván le revelará las confidencias de su vida. Su infancia en un Leningrado sitiado y bombardeado por los nazis, la juventud chuleando mujeres, su fuga sin fin por la extinta URSS hasta la contaminada Chernóbyl. La auténtica naturaleza de Iván se nos revelará cuando conozcamos el antiguo y terrible mal que porta consigo, hecho a partes iguales de radiactividad y de una espantosa maldición que se confunde con la razón del arte pictórico. Diástole es un texto febril, una corrosiva historia de amor y fatalidad.
Chernóbyl
El libro se estructura en cuatro noches y dos niveles temporales. Cada una de las cuatro noches de posado servirán para completar tanto el óleo como la historia de Iván y su relación con Ksyusha. El pasado de Iván y el presente de Jérôme corren en paralelo hasta confluir en la revelación final. Sin duda la historia de Iván es más rica. Alumbra los aspectos más sórdidos de la mafia rusa, la hambruna de la postguerra, el paisaje postapocalíptico de Chernóbyl. Mientras que Jèrôme arrastra su fracaso. Lo mejor del personaje es su forma de narrar.
“Soy pintor. De los caóticos. De los buenos. De los yonquis.”

“Una papela de polvo blanco sin más polvo blanco se desliza por mis manos, una cortina de nubes corre sobre la luna llena y una bruma muy fea pasa sobre la córnea de mis ojos, que miran a través de la ventanilla. Al poco, aflojo la goma de mi brazo y la jeringuilla queda vacía. Como mi cabeza.
Dentro de mí estalla el maíz con el que se hacen las mejores palomitas.
En mi pecho retumban tabiques auriculares y ventriculares, mi corazón golpea sus paredes del mismo modo en que suelen golpearse las de una celda acolchada. Sístole. Diástole. Sístole. Diástole. Sacadme de aquí. Sístole. Diástole. Matadme.
Pasan unos instantes de esos que no pueden medirse con ningún reloj. Un tiempo de los que están más allá de cualquier agujero negro.”
La pintura aparece en el centro de esta novela, sobretodo en su aspecto más ritual.
"Si examinamos la historia de la pintura —me comienza a decir, en tono discursivo—, resulta que todo arranca con el arte rupestre, que se gestó en cuevas como esta en la que estamos. El hombre primitivo retrataba a sus presas para propiciar la caza. Era un rito mágico-religioso, un proyectar de los anhelos para materializarlos, para darles forma. Era visualizar la presa, el futuro, la realidad que acechar. Era poder y lucha, era pintura; eran cuatro lunas hasta la noche del cazador. Y así comenzaron a pintar los hombres, porque cuando se trata de auténtico arte pictórico, los hombres pintan igual que persiguen sus sueños."
Edward Munch -Gólgota-
El ritmo sincopado de este toxicómano se apoya en ciertos paralelismos. No sólo el Sístole y la Diástole que repite como una letanía, sino también el dato de las cuatro noches, los Mil demonios aullando (que es el cuadro de Jérôme que compró Iván, pero también los lobos que le desgarran en la abstinencia o le aúllan a Iván en su infancia de supervivencia. Pero el paralelismo más interesante lo encontramos en el propio concepto del retrato.
"... me siento cómodo enfrentándome a él, porque, al fin y a la postre, retratar a un hombre es un buen motivo para mirarlo de frente y plantarle cara—. Ya ve lo fácil que resulta contar la vida de uno en tres patadas. Pruebe usted, Iván. Seguro que lo consigue.
Mi cliente suspira y vuelve la vista de las llamas de la chimenea a las que parecen salir del genio de Munch.
Yo comienzo a trabajar con sus rasgos y mis óleos, a toda velocidad, barriendo los colores y blandiendo todos los pinceles de la arqueta. Cuando él empieza a hablar sucede que el pincel en mi mano se arranca sobre la piel del lienzo y así es como el retrato se pinta, se pinta solo, al ritmo de su historia."
Ofreciendo un contexto a la historia, en las paredes de la mansión cuelgan obras de Edward Munch (El Gólgota), James Ensor (La entrada de Cristo en Bruselas) o Marc Chagall (La caída del Ángel). Obras que hurgan en la desolación y el dolor. El plazo de las cuatro noches se convierte en una especie de clave narrativa que nos va explotando de vez en cuando: lo hace el kirguis que quiere secuestrar a Kyusha, también Dimitru al hacerse amigo de Iván en Chernóbyl y lo tuvo que hacer Iván de muy joven, cuando un moldavo lo rescató de una muerte segura. 
"—Iván, ¿qué son estos… retratos? ¿Qué le estoy pintando? ¿Qué significa tanto pintar durante cuatro noches seguidas?
—Todo y nada. Es un ritual, hijo.
—Un ritual.
—Uno muy antiguo. La buena pintura siempre es ritual, ceremonial. Unas veces es arte y otras no, pero siempre es pura magia.
—No me diga —respondo yo, con retintín.
—Hablo muy en serio, hijo.
Se hace un silencio incómodo, hasta que Iván se decide a explicarse mejor.
—Si examinamos la historia de la pintura —me comienza a decir, en tono discursivo—, resulta que todo arranca con el arte rupestre, que se gestó en cuevas como esta en la que estamos. El hombre primitivo retrataba a sus presas para propiciar la caza. Era un rito mágico-religioso, un proyectar de los anhelos para materializarlos, para darles forma. Era visualizar la presa, el futuro, la realidad que acechar. Era poder y lucha, era pintura; eran cuatro lunas hasta la noche del cazador. Y así comenzaron a pintar los hombres, porque cuando se trata de auténtico arte pictórico, los hombres pintan igual que persiguen sus sueños."
Marc Chagall -La caída del ángel-
La historia se desarrolla descubriendo cartas pero manteniendo el misterio y con una emoción creciente. El estilo es directo, irónico y jocoso. El propio de un yonqui se puede decir; aunque cuantas más horas pasa pintando, más se desengancha. Ansía realizar su obra. "Muy bien, esto se va a hacer. Veamos de qué está hecho el infierno", se dice resuelto.

Por un instante, me pregunto qué clase de engendro estuvo posando para que Jackson Pollock tuviera que pintar sobre caballete su último trabajo, me pregunto quién fue la horrible Figura Blanca que retrató Kandinsky en el ocaso de su obra, quién la Bruja de Hiva Oa de Gauguin, quién el Doctor Gachet que pintó Van Gogh poco antes de ¿morir? ¿Por qué Picasso y Munch finalizaron su obra pintándose a sí mismos como espantos? ¿Por qué Matisse no pintó los ojos de la enigmática figura que aparece en su óleo final? ¿Cuántos retratos imposibles, increíbles, irrepetibles…? 


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El registro de Emilio Bueso es muy personal y de enorme valía, por su escasez, en las letras españolas. La fantasía y la actualidad van de la mano en sus obras, como en las de un Ajvide Lindqvist (Déjame entrar). Nacido en Castellón en 1974, es ingeniero de sistemas y con Diástole ganó el Premio Celsius de la Semana Negra de Gijón en su edición de 2012. Premio que volvió a ganar al año siguiente con Cenital (Salto de Página).
Sus últimas novelas son, Esta noche arderá el cielo (2013) un biothriller sorprendente que aúna terror y western a ritmo de rock’n’rol; y Extraños Eones (Valdemar, 2014), una original aportación a la mitología lovecraftiana.

Mi regalo de Reyes para este año será Ahora intenta dormir (Valdemar, 2015), libro que recoge todos sus relatos hasta la fecha: «Hubo una época en la que escribir me producía unas pesadillas que luego usaba para escribir y así provocarme más pesadillas. El círculo vicioso bien pudo haberme costado un ictus, pero hubo suerte y en vez de matarme la cabeza por completo conseguí darles forma a buena parte de los relatos que he reunido en este libro».