viernes, 16 de enero de 2015

LIQUIDACIÓN - Imre Kertész

             
                             



                           "Entonces entré en casa y escribí:
                                Es medianoche.
                                La lluvia azota los cristales.
                                no era medianoche. 
                                No llovía.

BECKETT, Molloy




      Llamemos Keserü a nuestro hombre, al héroe de esta historia. Imaginamos a una persona y luego un nombre. O a la inversa: imaginamos un nombre y luego a la persona. Todo ello resulta, sin embargo, prescindible en este caso, porque nuestro hombre, el héroe de esta historia, se llama realmente Keserü.
          Así se llamaba también su padre.
          E incluso su abuelo.
         Por tanto, Keserü fue registrado con el apellido de Keserü en el registro civil: ésta es la realidad. Keserü, sin embargo, no la tenía en mucho últimamente (la realidad, queremos decir). Últimamente —en uno de los años postreros del pasado milenio, en una radiante mañana de principios de primavera de 1999, por decir algo— la realidad se había convertido en un concepto problemático para Keserü o, cosa esta aún más grave, en un estado problemático. En un estado que —según el sentir más íntimo de Keserü— carecía sobre todo de realidad. Cuando de algún modo lo obligaban a utilizar la palabra, Keserü siempre añadía en el acto: «La llamada realidad». Era, desde luego, una satisfacción bastante mísera, que, por supuesto, no lo resarcía.
          Keserü, como solía hacer con frecuencia últimamente, se hallaba ante su ventana, mirando abajo, a la calle. Ésta ofrecía el espectáculo más cotidiano y habitual de las cotidianas y habituales calles de Budapest. Los coches permanecían aparcados en la acera plagada de manchas de mugre, aceite y excremento canino, y por el hueco de un metro de ancho que se abría entre los vehículos y los muros leprosos de los edificios transitaban los cotidianos y habituales peatones, afanados en sus asuntos; sus semblantes hostiles permitían deducir la existencia de sombríos pensamientos. Algunos, ansiosos por adelantarse a la fila india que los precedía, se bajaban de la acera, pero el coro de bocinas cargadas de odio no tardaba en frustrar la absurda esperanza de poder salirse de la fila. En los bancos de la plaza de enfrente, en aquellos, concretamente, que no habían sido despojados de sus listones, se sentaban los sin techo de la zona, con sus hatos, bolsas y botellas de plástico. Sobre una barba hirsuta brillaba un gorro de lana carmesí cuya borla colgante se mecía alegremente junto a aquel pelo tan recio. El pesado abrigo de invierno, carente ya de botones y de color, propiedad de un hombre tocado con la arrugada gorra de oficial de un ejército inexistente, estaba ceñido por un cinturón de seda abigarrado, floreado y coqueto, que en su día a buen seguro había formado parte de una bata de señora. Unos pies de mujer, plagados de juanetes y calzados con unos zapatos de noche plateados y de tacones desgastados, emergían de unos pantalones vaqueros; más allá, sobre la estrecha franja de hierba rala, yacía una figura indefinible, parecida a un montón de trapos, toda piernas encogidas y catatónica inmovilidad, tumbada o por el alcohol o por la droga o quizá incluso por ambos a la vez.
          Mientras contemplaba a los sin techo, Keserü tomó conciencia de pronto de que volvía a contemplarlos. No cabía la menor duda de que les dedicaba demasiada atención últimamente. Era capaz de perder media hora de su tiempo —que, por lo demás, carecía de valor— con la fascinación de un voyeur que no logra desprenderse del espectáculo obsceno que se le ofrece. Para colmo, esta actitud de voyeur le generaba conciencia de culpa, acompañada por una atracción mezclada con repugnancia que acababa desembocando en una inquietud nauseabunda y en angustia existencial. En el instante en que esta angustia se perfilaba claramente en él, Keserü, como si hubiera alcanzado la misteriosísima meta de su misteriosa actividad, se daba la vuelta satisfecho, por así decirlo, y se acercaba a la mesa, sobre la cual yacían, abiertos y revueltos, como pájaros muertos, diversos manuscritos.
          Sabía Keserü que esta relación obsesiva que se había establecido con los sin techo sin su conocimiento y aprobación, como quien dice, guardaba algo inquietante. Realmente sufría por ello como por una enfermedad. De hecho, habría bastado decidir no acercarse más a la ventana. O acercarse con el único propósito de abrirla para ventilar las habitaciones o para otros fines prácticos. De repente, sin embargo, se daba cuenta de que volvía a estar junto a la ventana, contemplando a los sin techo.
          Suponía Keserü que esta peculiar pasión suya debía de entrañar algún significado explicable. Es más, tenía la sensación de que, desentrañando este significado, comprendería mejor su vida, que en los últimos tiempos le resultaba incomprensible. Tenía la sensación de que abismos lo separaban últimamente de esa constante casi palpable que en su día conociera por el nombre de personalidad. La cuestión hamletiana ya no era, para Keserü, ser o no ser, sino: ¿soy o no soy?
          Keserü, aparentemente distraído, hojeó uno de los documentos mecanografiados que yacían sobre su escritorio. Era un legajo bastante grueso, el manuscrito de una pieza de teatro. Sobre la cubierta estaban el título, LIQUIDACIÓN, así como la denominación del género: «Comedia en tres actos». Debajo ponía: «La acción transcurre en Budapest, en 1990». Cogió la primera hoja entre dos dedos, dispuesto a seguir hojeando, pero de repente decidió detenerse en el dudoso placer que le proporcionaba la descripción del escenario: 

     (El desolado despacho de redacción de una desolada editorial. Paredes desconchadas, armarios desvencijados, enormes huecos entre los libros colocados en los estantes, polvo, abandono; aunque no hay indicio de mudanza alguna, la desoladora provisionalidad de los traslados lo domina todo. En el despacho hay cuatro escritorios, cuatro puestos de trabajo. Sobre las mesas, máquinas de escribir, algunas de ellas tapadas con un protector, libros apilados, carpetas con manuscritos, archivadores. Las ventanas dan a un patio. En el fondo, una puerta que da al pasillo. A lo lejos se vislumbra la luz solar de la última hora de la mañana. El desolado despacho de la redacción, sin embargo, está iluminado por luz artificial.
     Allí se encuentran Kürti, su esposa Sara y el doctor Obláth. Están sentados como si esperaran a alguien, perdidos, en torno a un escritorio del que se descubrirá que es el de Keserü.)
     
          Notó Keserü que empezaba a apoderarse de él la pasión lectora, extraña posesión determinante y funesta para su vida. Le gustaba el diálogo que abría la obra:
Museo del Terror, Budapest
KÜRTI   Lo odio. Me da asco. Me dan ganas de vomitar. Este edificio. Un antiguo palacio por si no lo sabéis. Estas escaleras. Este despacho. Todo esto.
OBLÁTH   (dirigiéndose a Sara) Dime ¿sabes de qué está hablando?
SARA    Se aburre.
OBLÁTH    Yo también me aburro. Y tú también.
SARA   Pero él se aburre radicalmente. Es el único radicalismo que le queda. Es lo que ha quedado de los grandes tiempos. El aburrimiento. Lo lleva a todas partes, como un perro puli muy peludo y furioso al que uno suelta sobre los demás de vez en cuando.
KÜRTI   Me obligan a venir a las once...
SARA   (con voz tranquilizadora, casi suplicante, como si se dirigiera a un niño) Nadie te ha «obligado». Keserü te pidió que trajéramos el material a la editorial. A las once, a ser posible.
KÜRTI   Y ahora son las once y media. Y aquí no aparece ni un alma. A vosotros no os preocupa, claro. Permanecéis sentados y lo toleráis, como todo se tolera en este país. Todas las estafas, todas las mentiras, todos los asesinatos con arma de fuego. De hecho, ya toleráis los asesinatos que se cometerán después de que os asesinen a vosotros.

          Keserü se rió. Para ser precisos, soltó ese sonido breve y característico que, en su caso, últimamente significaba una muestra de hilaridad. La voz emergía del estómago, como quien dice, y parecía más un gruñido seco que una risa. Sea como fuere, no tintineaban en ella la alegría y el regocijo. Siguió hojeando el manuscrito hasta que sus ojos se quedaron clavados en la siguiente instrucción de escena:

     (Keserü entra precipitadamente, con una carpeta gruesa bajo el brazo.)

KESERÜ   Lo siento. No es culpa mía. Disculpadme, disculpadme. La reunión se fue alargando.
SARA   Pareces nervioso. ¿Ha ocurrido algo?
KESERÜ   Nada en particular. Sólo que van a liquidar la editorial. El Estado no está dispuesto a seguir financiando la bancarrota. La ha financiado durante cuarenta años y a partir de hoy dejará de hacerlo.
OBLÁTH   Lógicamente. Es otro Estado.
KÜRTI   El Estado es siempre el mismo. También hasta ahora sólo ha financiado la literatura para liquidarla. El apoyo estatal a la literatura es la forma estatalmente encubierta de la liquidación  estatal de la literatura.
OBLÁTH   (con ironía) Una formulación axiomática.
SARA   ¿Y qué pasará con la editorial? ¿Desaparecerá?
KESERÜ   En esta forma, sí. (Encogiéndose de hombros, un tanto desanimado) Ahora bien, en esta forma todo y todos desaparecemos.

          Sí, Keserü recordaba aquella mañana de hacía nueve años. Recordaba que, tras salir de la reunión del comité editorial (de la llamada reunión del comité editorial), entró en el despacho con esa carpeta gruesa bajo el brazo. Lo esperaban Kürti, Sara y Obláth alrededor de la mesa. Él, Keserü, dijo más o menos lo mismo que en la obra de teatro. Lo llamativo era, sin embargo, que cuando la escena se produjo en la realidad, casi calcada palabra por palabra, la persona que había escrito la obra y la escena en concreto ya no vivía.
          Se había suicidado.
     La policía encontró la jeringuilla y las ampollas de morfina.
Cementerio de Kerepesi, Budapest.

          Keserü tuvo la presencia de ánimo suficiente para rescatar gran parte de los manuscritos antes de la llegada de los funcionarios (la escasa correspondencia la cogió Sara, a punto de desmayarse).
          En el legado encontró también esta pieza de teatro. Hace más de nueve años, cuando Keserü la leyó, su trama acababa de empezar y continuaba revelando que el personaje llamado Keserü —igual que el Keserü real— tuvo la presencia de ánimo suficiente para rescatar gran parte de los manuscritos antes de la llegada de los funcionarios al escenario del suicidio. Luego, cuando puso a buen recaudo el botín literario y se abalanzó sobre él con avidez, Keserü no tardó en descubrir la obra de teatro así como la escena en la cual tenía la presencia de ánimo suficiente para rescatar... etcétera, etcétera. A continuación, las escenas fueron enlazándose la una con la otra, tanto en la obra como en la realidad. De tal modo que, al final, Keserü no sabía si admirar más la cristalina previsión del autor —su difunto amigo— o su propio y casi compungido afán por identificarse con el papel prescrito y cumplir lo que marcaba la historia.
          Ahora, al cabo de nueve años, sin embargo, Keserü se interesaba por otra cosa. Su historia había concluido, pero él seguía allí, lo cual planteaba un problema cuya solución Keserü aplazaba una y otra vez. 




                                                                      págs. 7 a 17 del libro  Liquidación de Imre Kertész








La vida tras el horror de Auswitch, la vida tras la grisura emponzoñada del telón del acero. Encuentro fascinantes estas primeras páginas de la novela Liquidación, de Kertész. No es extraño que para el protagonista, la realidad se convierta en una alucinación. "La llamada realidad", como dice Keserü, más parece una vitrina polvorienta, donde hasta la vida está en suspensión y falta el aire para respirar.  

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