martes, 10 de junio de 2014

ALFRED ATTENDU - de J. Rodolfo Wilcock



En Haut-les-Aigues, en un rincón del Jura próximo a la frontera suiza, el doctor Alfred Attendu dirigía su panorámico Sanatorio de Reeducación, o sea hospicio de cretinos. El período entre 1940 y 1944 fueron sus años de oro; en aquel tiempo llevó a cabo sin el menor estorbo los estudios, experimentos y observaciones que más adelante recogió en su texto, convertido en un clásico del tema, El hastío de la inteligencia (L'embêtement de l'intelligence, Bésancon, 1945).
Aislado, olvidado, autosuficiente, abundamente provisto de reeducandos, misteriosamente incólume de cualquier invasión teutónica, gracias también al desastroso estado de la única carretera de acceso, destrozada por un bombardeo equivocado (los alemanes habían creído que la carretera llevaba a Suiza, por culpa de una flecha con la inscripción «Refugio de Retrasados Mentales»); en suma, rey de su pequeño reino de idiotas, Attendu se permitió a lo largo de todos aquellos años ignorar lo que la prensa denominaba pomposamente el hundimiento de un mundo, pero que en realidad, visto desde lo alto de la Historia, o en todo caso desde lo alto del Jura, no fue más que un doble cambio de policías con algún incidente de ajuste.
   Ya del título del libro de Attendu se desprende su tesis, es decir, que en cada una de sus funciones y actividades no necesarias para la vida vegetativa, el cerebro es una fuente de problemas. Durante siglos, la opinión habitual ha considerado que la idiotez es un síntoma de degeneración del hombre; Attendu le da la vuelta al prejuicio secular y afirma que el idiota no es más que el prototipo humano primitivo, del cual sólo somos la versión corrompida, y por tanto sujeta a trastornos, a pasiones y a vicios contra natura, que no afectan, sin embargo, al auténtico cretino, al puro.
   En su libro, el psiquiatra francés describe o propone un original Edén poblado de imbéciles: perezosos, torpes, con los ojos porcinos, mejillas amarillentas, labios abultados, lengua salida, voz baja y ronca, oído débil, el sexo irrelevante. Con expresión clásica, les llama les enfants du bon Dieu. Sus descendientes, impropiamente llamados hombres, tienden a alejarse cada vez más del modelo platónico o imbécil primigenio, impulsados hacia los dementes abismos del lenguaje, de la moral, del trabajo y del arte. De vez en cuando, se le concede a una madre afortunada parir un idiota, imagen nostálgica de la creación primera, en cuyo rostro aún, por una vez se refleja Dios. Estos seres cristalinos son el mudo testimonio de nuestra depravación; se mueven entre nosotros como espejos de la primitiva estupidez divina. El hombre, sin embargo, se avergüenza de ellos, y los encierra para olvidarlos; tranquilos, los ángeles sin pecado viven vidas breves pero de perpetua e incontrolada alegría, comiendo tierra, masturbándose a continuación, chapoteando en el barro, agazapándose en el cubil amistoso del perro, metiendo distraídamente los dedos en el fuego, inermes, superiores, invulnerables.
   Cualquier movimiento tendente a reinsertar a los subnormales, congénitos o accidentales, en la sociedad civilizada, se basa en el presupuesto —evidentemente falso— de que los evolucionados somos nosotros, y ellos los degenerados. Attendu invierte dicho presupuesto, es decir, decide que los degenerados somos nosotros y ellos los modelos, e inicia de ese modo un movimiento inverso, dejado hasta ahora por motivos muy claros sin otra consecuencia que la antigua pero tácita colaboración de las máximas autoridades, no sólo psiquiátricas, que tiende a incrementar en los imbéciles lo que precisamente les convierte en tales.
No le faltaban razones. Desde lo alto de Haut-les-Aigues había visto —metafóricamente, porque no era un águila ni tenía un telescopio— los ejércitos de uno y otro bando ir y venir, como en un film cómico, empujando amplias verjas de aire intangible, disparando hacia atrás, huyendo hacia la victoria, construyendo para destruir, arrancándose banderas de modesto precio al precio de la vida. Sus enloquecidas confusiones superaban la comprensión humana.
   Y dirigiendo en cambio la mirada al otro lado, dentro de los límites de su claro jardín, había visto entre los abetos a sus mozarrones, también ellos veinteañeros y llenos de vida, jugar a juegos de incesante invención, por ejemplo destrozar el balón con los dientes, hurgarse la nariz con el pulgar de los pies del compañero, atrapar los peces del estanque, abrir todos los grifos para ver qué corría, cavar un agujero para sentarse dentro, recortar las sábanas colgadas y después correr por ahí agitando las tiras, mientras los más sosegados, filosóficamente, se llenaban de estiércol el ombligo o se arrancaban reflexivos uno a uno los pelos de la cabeza. Hasta el olor del Jardín original debía haber sido análogo. Pedían protección, sí, pero en su calidad de mensajeros preciosos, ejemplares, delicados; tocados, como siempre se había dicho, por el buen Dios, elegidos para compañeros de Su Hijo.
   La opción era obligada: cualquiera habría elegido a los idiotas del asilo. El mérito de Attendu reside, sin embargo, en haber sacado las debidas consecuencias de dicha opción: dado que la condición del cretino es para el hombre normal la condición ideal, estudiar por qué caminos los cretinos imperfectos pueden alcanzar la deseable perfección. En aquellos años los deficientes psíquicos eran clasificados según la edad mental, deducible de unos tests adecuados: edad mental tres años o menos, idiotas; de tres a siete años, imbéciles; de ocho a doce años, retrasados. De modo que el objetivo del estudioso era descubrir los medios idóneos para reducir a los retrasados al estado de imbéciles, y a los imbéciles a la idiotez completa. Los diferentes intentos de Attendu en dicha dirección y los métodos más pertinentes están detalladamente descritos en su interesante libro, citado con frecuencia en las bibliografías.
   
Curiosamente, no han sido muchos los que han observado que embétement también quiere decir, etimológicamente, embrutecimiento.
   La primera preocupación del personal tratante consiste en abolir cualquier relación del internado con el lenguaje. Dado que algunos de los internados todavía estaban en posesión, en el momento del internamiento, de algún medio, aunque rudimentario, de comunicación verbal, el recién llegado era segregado en una pequeña celda o caja, hasta que el silencio y la oscuridad le quitaban cualquier residuo o sospecha de locuacidad. En general bastaban pocos meses; los expertos enfermeros del doctor Attendu sabían reconocer, por el tipo de gruñidos del educando, cuándo había llegado el momento de sacarle del cubículo para llevarle a la pocilga.
   La terapia de la pocilga se había demostrado la más eficaz para la obtención del objetivo siguiente, que era el de suprimir en el pupilo cualquier traza de buenos modales, limpieza, orden y similares características subhumanas adquiridas precedentemente. En dicho sentido los educandos más difíciles resultaron ser los procedentes de instituciones religiosas, lugares conocidos, en efecto, por su escrupuloso respeto a los buenos modales y la higiene. En cambio, los que procedían directamente del seno de la familia, del seno de una familia francesa, eran más espontáneamente propensos a la zafiedad y a la suciedad.
   Todos los pupilos estaban provistos de bastones y eran periódicamente invitados por los enfermeros, con el ejemplo, a vapulear a sus compañeros; esta terapia tendía a eliminar de su vacío mental cualquier residuo de agresividad social. Niños y niñas eran invitados además a pasear desnudos, incluso en invierno, e inducidos, también con el ejemplo, a juegos bestiales de tipo vario. Eso sobre todo en el sector de los retrasados, que participaban más bien con placer en tales juegos con los enfermeros; porque en los imbéciles y más aún en los idiotas los instintos se habían ido refinando y regresando a la pureza primitiva: a lo máximo que podían llegar era a comerse mutuamente las heces. Los retrasados, en cambio, se entregaban con gusto a una especie de alegre vida sexual angélica.
   Por las noches había un gran barullo, y no pocas veces un auténtico y divertido alboroto. Buena señal, porque el sueño tranquilo y prolongado es un síntoma, según Attendu, de una indebida actividad mental durante el día. En efecto, si un internado era sorprendido de noche en ese estado anómalo de sueño profundo, los enfermeros lo sacaban de la cama y lo arrojaban a una bañera de agua fría. En ocasiones también intervenía algún imbécil y arrojaba a la bañera a un enfermero; los idiotas más evolucionados, en cambio, se mantenían aparte, ahora del todo apáticos: los enfermeros les llamaban los aristócratas, los favoritos del Director. A los reales y auténticos idiotas lo que más les gustaba era el cine, especialmente si era en color; pero también les alegraba el estrépito, y más que nada los discos llamados de Festival.
   En el transcurso de los diferentes procesos que tuvo que sufrir el doctor Attendu de 1946 en adelante, apareció otro detalle científico interesante: casi todos los retrasados de uno, dos o tres años que se hallaban en el Sanatorio, los llamados «petits anges», eran hijos suyos, producidos in loco a través, según parece, de la inseminación artificial; para las jóvenes mamás, veintitrés, se había construido algo así como un gallinero-maternidad, con un suelo de cemento fácilmente lavable.




Juan Rodolfo Wilcock, 


"La sinagoga de los iconoclastas"


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El relato siendo cómico evoluciona desde lo puramente irónico: "gracias también al desastroso estado de la única carretera de acceso, destrozada por un bombardeo equivocado (los alemanes habían creído que la carretera llevaba a Suiza, por culpa de una flecha con la inscripción «Refugio de Retrasados Mentales»." Hasta la perversidad de su final.

Wilcock es un subversivo, su ironía deviene en crueldad, su locura en sadismo. Para él, el hombre es un ser fantástico, misterioso y, al mismo tiempo, un monstruo. Su deformación fantástica no es más que una metáfora terrible y perturbadora. 

Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978), poeta, dramaturgo y escritor argentino logró reinventarse a sí mismo como virtuoso de la literatura italiana. En Argentina fue uno de los más destacados escritores de la llamada “generación del 40”, poetas de línea neorromántica. Lingüista y filólogo, recaló en Roma en 1953 para traducir al español la edición de L’Osservatore Romano. Radicado definitivamente en Italia pasó a escribir en italiano y a cultivar la amistad de intelectuales como Alberto Moravia o Pier Paolo Pasolini.

Wilcock es autor de dos libros de relatos formidables. La sinagoga de los iconoclastas al que pertenece el presente relato y El estereoscopio de los solitarios. Autor singular por múltiples razones, su obra no se ajusta a ninguna corriente literaria.

En La Sinagoga de los Iconoclastas cada capítulo cuenta la vida de un personaje imaginario embarcado en un proyecto vital tan absurdo como verosímil; siempre llevado hasta sus últimas consecuencias con el mayor rigor científico. Wilcock suplanta los términos de modo que usando los mismos razonamientos y lógica que se aplican en la ciencia a estos postulados ilusorios y absurdos, primero logra divertirnos para después  infectarnos de inquietud. 
Alfred Attendu con su paraíso de idiotas, Aaron Rosemblum con su utopía isabelina, Carlo Olgiati con su metabolismo histórico, Absalon Amet, inventor del Filósofo Universal o científicos metafísicos como Symmes, Teed o Gardner, con sus disparatadas teorías sobre la naturaleza del planeta Tierra y del universo; vistos con detenimiento, no resultan menos ridículos y falaces que la economía de mercado, el comunismo o la democracia.
Wilcock logra cuestionar nuestro raciocinio y sociedad mezclando magistralmente cinismo, seriedad y humor.

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