sábado, 26 de abril de 2014

IDA - de Pawel Pawlikowski









Y después qué.-

Ida es una joven novicia que ha vivido toda su vida en un orfanato. Antes de tomar sus votos, la superiora quiere que salga del convento y conozca a su única tía. De este modo Ida conocerá el mundo y sus miserias en la historia pasada de su familia y en la reciente de su tía. 

Después de películas tan estentóreas como el Capitán América o Spiderman, refugiarte en una sala para ver Ida es como penetrar en el mismísimo convento donde ella vive tan ascéticamente: en blanco y negro, rodeada de inmensos silencios, atenta sólo a los más íntimos pálpitos de la vida.














Está a punto de convertirse en monja católica en una Polonia tras el telón de acero; pero entonces descubre que su familia era judía y fue asesinada en la segunda guerra mundial. Su tía Wanda, en principio reacia, finalmente le cuenta la verdad  e inician juntas una pesquisa para descubrir cómo murieron sus padres y dónde están enterrados. En el camino Ida también descubrirá la vida de Wanda, una mujer con una losa por pasado que ahoga su aflicción en la bebida y en los hombres.

En la película encontramos dos asuntos, uno histórico y bastante desconocido, como es la colaboración de los católicos en el exterminio nazi de los judíos;  y otro íntimo desdoblado en dos mujeres. En la joven, su primera salida al mundo y a sus cautivadoras promesas. En la más madura, la amargura provocada por un vil pasado todavía sangrante. "Wanda la Roja" era el sobrenombre que daban a esta férrea fiscal que conseguía sentencias de muerte para los "enemigos del pueblo".

Sin duda es este último el más sustancioso, sobretodo por el contraste que nos ofrece la inocencia de Ida con la desgarrada vida de su tía Wanda, siempre atormentada hasta su brutal desenlace. 

Con una enorme sensibilidad y transparencia, el director nos hace acompañar a esta cándida joven que vive a través de sus ojos, siempre inquisitivos. A través de ella veremos la mísera realidad de los granjeros y los días de plomo de la ciudad. 

La tentación más fuerte para Ida será un joven músico (que la cautivará interpretando con su saxo a ¡John Coltrane!). Con él querrá vislumbrar un futuro mejor. Pero ante cada ofrenda -viajaremos, podremos casarnos, tener hijos...- Ida siempre preguntará, "Y después qué". Ese será el debate en su corazón, las promesas de la vida frente a los anhelos del alma.

Agata Kulesza
La tía Wanda por su parte, resulta un personaje enormemente complejo y atormentado. A pesar de su éxito en el sistema comunista se escurre por una vida devastada. Su intérprete, Agata Kulesza, logra comunicarnos todo un mundo de decepciones.

La puesta en escena es de una austeridad sin límites. La pantalla cuadrada (4:3) y el blanco y negro nos trasladan como espectadores a esos mismos años 60 que retratan. La recreación de una Polonia en los años de hierro se impone en nuestro ánimo. La película toca aspectos esenciales y vitales. Narrada de forma ascética, en ella caben la expectación y el desgarro. 

En los interiores abundan la música y los cigarrillos. En exteriores los silencios y los paisajes helados. En todas partes sobrevuela la soledad.



Aquí la apasionada crítica de Carlos Boyero.

lunes, 21 de abril de 2014

PHILOMENA - De Stephen Frears











Philomena es una nueva incursión en los terribles centros de acogida gestionados por religiosas en Irlanda. En la línea de la excelente The Magdalene Sisters de Peter Mullan, cambia el foco desde la vida en el propio centro a sus consecuencias en los años posteriores.

Philomena es una mujer jubilada. Cada día de su vida durante los últimos 50 años, ha estado recordando al hijo que tuvo siendo poco más que una adolescente. Recluida en un centro de monjas para "expiar" su pecado, éstas lo entregaron a una familia adinerada. La vida en el centro era de presidiaria, sometida a duro trabajo, sin derechos ni horarios. Aunque todo se aliviaba al ver crecer a su hijo. 
Ahora, en su vejez, Philomena quiere saber de él, si puede ayudarle o si tan siquiera una vez preguntó por su verdadera madre.

La historia está basada en hechos reales y fue publicada en forma de libro, El hijo perdido de Philomena Lee, por el periodista Martin Sixsmith.
En aquel momento Martin acababa de salir de un escándalo y ser despedido. No le entusiasmaba preparar un reportaje de interés humano. Según él están dirigido a personas ignorantes y sin personalidad. De hecho así considera a Philomena. Sin embargo la road movie que emprenderá junto a ella le enseñará nuevas cosas de la vida.

Hay dos contrastes que benefician e incrementan el interés de la película. El que se produce entre una Judi Dench que derrocha humanidad y el muchas veces cínico e hipócrita reportero (Steve Coogan) por un lado; y el que se produce en la propia Philomena por otro. Una mujer que muchas veces aparece vulgar y ordinaria, pero que en lo importante muestra magnificencia y altura de miras.

Cáusticamente y ante su editora, Martin Sixsmith criticará esa vulgaridad: "He comprobado el daño que puede llegar a hacer leer diariamente el Daily Mail, el Redaer Digest y novelitas del corazón."

Pero poco a poco, en una encuesta que les llevará desde Irlanda a EEUU, la confianza y empatía se abrirán camino. 

El guión está muy bien medido. Escrito por Jeff Pope y el propio Coogan alterna con buen ritmo las situaciones melodramáticas y cómicas. Me llaman la atención la fuerza interior y la enorme generosidad de Philomena. Sus salidas de tono nos la hacen entrañable. La serenidad con que afronta todo es impactante. Ni el periodista, ni muchas veces nosotros mismos, nos explicamos su abnegación y ausencia de rencor. 

El director nos relata la historia con una gran naturalidad, sin cargar las tintas ni edulcorarla. El dibujo de Philomena es muy humano: ella es muy católica y considera su embarazo un pecado. Perdona a las monjas, ha superado su dolor y se maravilla de las cosas más sencillas del mundo. Está agradecida a Dios sólo por vivir, "no me puedo quejar, muchas morían en el parto".

Intercalar las escenas de su pasado con el presente nos ofrece una perspectiva de los sentimientos de Philomena. Además la narración avanza en base a pequeños giros (la foto de la actriz Jane Russell en el convento o el arpa celta que Martin observa en la solapa de un joven); renovando el interés y la intriga.  
La auténtica Philomena Lee en la tumba de su hijo
La gran baza de la película son sus dos intérpretes principales. Aportan ambos una gran sensibilidad y humor. Es increíble como Judi Dench puede emanar intimidación y poder, interpretando a M en la saga de James Bond, y mostrarse aquí tan vulnerable e incluso zafia.

Los niños robados por las monjas católicas constituyen un escándalo que afecta a Irlanda y también a España. El caso de sor María está bien reciente. Estas monjas se consideraban a sí mismas ángeles flamígeros destinados a castigar vicios y pecados. La realidad era muy otra, el ejercicio de un detestable poder sobre muchachas que eran simplemente muy ignorantes, muy jóvenes o muy pobres. 
Tanto la hermana Hildebrand, que impidió con alevosía el reencuentro de Philomena con su hijo, como sor María en España representan la barbarie y el fanatismo más repugnante.

domingo, 20 de abril de 2014

Me llamo ASKLEPIOS - de Miguel Espinosa









"Me llamo Asklepios, y de tarde en tarde tomo la pluma para confesarme, lo cual hago por cumplir la necesidad de experimentarme verdadero, como ordenó Demócrito.
   Amo la comparecencia de todas las cosas, grandes y pequeñas, en la Tierra, entre la Tierra y el Sol, y más allá del Sol, existentes. Busco lo originario, y detesto indagar el fin de cuanto está ahí y permanece, bastando a mi razón el postulado que muestra el hecho.
   Me enternecen los niños y las mujeres, cuya dócil presencia se revela compañía. El Poder no tienta mi voluntad, pero siento inclinación a teorizar sobre este suceso. Denomino teorizar a enjuiciar desde principios y concluir implacablemente.
   Repudio las ficciones y sus consecuencias, siéndome ajena, por consiguiente, la conciencia de casta o superioridad. no puedo admitir que se disfrace cuanto el juicio correcto ofrece como verdadero. Odio los reverenciosos, me repugnan los mágicos y aborrezco toda doctrina irracional. Me avergüenzan las retahílas de vocablos carentes de significado; no puedo soportar, por ejemplo, que alguien diga: "mi hermano espiritual", "nuestro destino manifiesto".
   Me burlo de toda grandeza, porque pienso que cualquier grandeza es falsa. Entre vanidosos, soy el demiurgo que los hincha; entre hipócritas, el demiurgo que los escandaliza, y entre neutrales, el demiurgo que los implica. Como todo proscrito, padezco nostalgias, y éstas son las nostalgias que yo, un griego, vivo: nostalgia de la Verdad, de la Belleza y de la Bondad.
   Rehúso la tristeza, pero valoro la melancolía. De vez en vez, mi naturaleza se torna melancólica, y halla su gozo en los dulces brazos del desencanto. También la acedía es pasión digna de un griego, aunque combatida por Epicuro.
   No sigo camino ni ando por senda de maestro conocido; me río de todos los maestros, como adicto que soy a la capacidad de enjuiciar desde postulados y concluir implacablemente, también llamada libertad de reflexión o de ciencia, que hace posible la vida racional entre griegos y no griegos.
   De los escritores, admiro la voluntad de concepto, la voluntad de estilo y la voluntad de síntesis o facultad de acuñar expresiones. Por eso releo a Platón.
Atenea
   Amo a los débiles; pienso que la heroicidad aparece forzosamente en ciertos individuos, verbi gratia, en quienes trabajan y no ganan para el desayuno. Entre tales, me siento como entre los míos, y también entre quienes muerden su hogaza de salazón y contemplan sencillamente el espectáculo del sábado. Por las buenas familias, los poderosos, los exquisitos, los calologistas y los adoctrinados no siento simpatía.
   Defino el Arte como la objetivización del sentir estético a través de la materia; la libertad, como posibilidad de realizar lo indeterminado; y la justicia, como un punto de vista sobre el Mundo. Amo el Arte, la libertad, la justicia y el ser-bueno. Sin embargo, nada espero de los dioses ni de los hombres. Por eso soy hombre.
   Considero el Estado como organización metódica de Poder, y el Derecho, como método del Estado. Los principios del llamado Derecho Romano me parecen una antigualla, construida para asegurar a ciertos palurdos la explotación del mundo entonces conocido. Valoro lamentable que tal Derecho haya servido de ciencia asnal a centenares de generaciones aficionadas a la sopa estatal y boba.
   Gusto de sacar la lengua a los fariseos, filisteos y demás etcéteras, haciéndoles comprender que nada saben, y ésto juicio a juicio, sistemáticamente, sin claudicaciones. Al enfrentarme con ellos, confieso: "Nada concederé si no lo prueban signo a signo". Y jamás me he hallado en la necesidad de admitirles una verdad evidenciada según la razón por la que somos hombres.
   Me llamo Asklepios, y desde Megara, cuando niño, mis padres a esta Ciudad me trajeron de la mano."



Este es el Prólogo del libro "Asklepios, el último griego", de Miguel Espinosa. Los Libros de la Frontera. Barcelona, 1987.
El autor asume un doble mítico y se nos presenta exilado de su patria por un océano de dos mil quinientos años. Aunque fue escrito en Madrid entre 1960 y 1962, su asfixia por una época corrupta y su búsqueda de autenticidad nos sirven también hoy, donde tan pocos hombres cabales sienten "nostalgia de la Verdad, de la Belleza y de la Bondad".

sábado, 19 de abril de 2014

SPIDER-MAN 2: EL PODER de ELECTRO - de Marc Webb














En muchas ocasiones -ésta incluida- me pregunto cómo es posible que la industria norteamericana dilapide un montón de millones en productos tan deficientes. Claro está que la respuesta -como siempre- está en el enunciado. Se trata de una industria y por lo tanto sus aspiraciones son netamente económicas. Le da igual si el producto perdurará o irá directamente al cubo de la basura. 

Esta nueva trilogía que firma Marc Web, parece amortizada desde el principio. Amortizada en lo económico gracias al avasallador marketing de sus productoras y amortizada en cuanto a que según la vas viendo la vas olvidando. No aporta nada nuevo, ni enriquece al personaje. No ilusiona su aventura ni nos traslada pasión. Todo es repetición de algo ya visto y además sin vida. 

Se desperdicia al gran Paul Giamatti en una actuación episódica y Jammie Foxx, como el malvado que en sus orígenes era admirador de Spiderman, tiene poca enjundia. Quizás lo más salvable sea la juvenil relación entre Peter y Gwen que aporta cierta dosis de naturalidad y humor.  

La cinta acumula villanos y situaciones buscando la excitación pero provocando realmente el desconcierto. No sabemos a qué juega. Lo mismo apunta a la acción desenfrenada enfrentándose a Electro, Rino o el Duende Verde, que a un melodrama con las visiones que tiene Spiderman del padre de Gwen o a la conspiración de las grandes corporaciones que apunta la historia del padre de Peter Parker. Sin embargo todo ello no son más que atisbos o promesas de una realidad que es bien apocada. 

El guión es simplemente acumulativo y la película carece absolutamente de ritmo. Es larga y se hace larga. Quizás por el hecho de que han rodado a la vez esta segunda y la tercera parte que se podrá ver el próximo año. Se les ha amontonado el material y se han olvidado de hacer una película.

Se nos quiere vender esta nueva serie como más adulta, oscura y trascendente (¡!). Quizás en el personaje de Electro, un pobre ingeniero socialmente invisible, de existencia miserable y sojuzgado por su empresa que le roba sus mejores ideas; o en los secretos de la megacorporación Oscorp, había material de un cierto grosor.

Pero los productores han tirado por la vía de los efectos especiales y el espectáculo. Han calculado que tres minutos aquí y tres minutos allá de unos portentosos vuelos del hombre araña bastarán para hacer caja. Y la verdad, no parece que vayan descaminados. Floja.  

viernes, 18 de abril de 2014

El ESPENDOR del CUERPO - de Guillaume Coté

Un cuerpo ante un fondo azul. Su vibración, su vuelo. He aquí la propuesta tan esencial y poética como limpia y elegante.

Cuando el Ballet Nacional de Canadá quiso promocionarse por todo el mundo, se eligió rodar un videoclip con el bailarín Guillaume Côté como protagonista. El director Ben Shirinian y la productora Krystal Levy Pictures pusieron las cámaras frente a este bailarín y utilizaron técnicas de velocidad superlenta para grabar la belleza del movimiento expresada a través del cuerpo humano. 
La coreografía del propio Côté y la música de James LaValle acaban por conformar un clip magnético.



El éxito del primer Lost in Motion, rodado en 2012, llevó a una segunda parte presentada en diciembre de 2013. Con el mismo director y una coreografía del propio Côté, se eligió en este caso a una protagonista femenina, Heather Ogden. Al ritmo de la canción Avalanche de otro canadiense ilustre, Leonard Cohen, la bailarina nos transporta con sus movimientos desde el escenario a otros mundos aéreos.

Ambos bailarines son pareja en la vida real y actúan juntos en el Ballet Nacional de Canadá que desde el 4 de Enero de 2014 representa El Cascanueces.




Guillaume Côté es un hombre capaz de volar. Este bailarín nacido en Lac-Saint-Jean, Québec estudió en la escuela del Ballet Nacional de Canadá y hace trece años pasó a formar parte de la compañía. Su técnica y capacidad de comunicación sobre el escenario son tales que es capaz de dejar al espectador sin aliento. En 2004 se convirtió en primer bailarín y en una estrella de la danza.

Côté ha sido bailarín invitado en los teatros de la Scala, el English National Ballet, el Royal Ballet, el American Ballet Theatre, el Mikhailovsky Theatre entre otras compañías. Su repertorio incluye papeles principales en obras como El lago de los cisnes, La bella durmiente, Romeo y Julieta, Giselle y El Cascanueces dentro de un extenso repertorio que también incluye piezas de danza contemporánea y neoclásica.

El detalle de las imágenes se debe a una cámara Phantom, que permitió grabar a 500 frames por segundo. Un punto curioso es que a tal velocidad, la cámara sólo permitía grabar en intervalos de 8 segundos, por lo que Côté tuvo que adaptar su coreografía a esa duración.

Ben Shirinian es el co-fundador de Krystal Levy Pictures, una compañía de producción especializada en la creación de contenido original y de marca para comerciales, cine y nuevos medios.

miércoles, 9 de abril de 2014

ABENJACÁN el Bojarí, MUERTO EN SU LABERINTO - de Jorge Luis Borges


... son comparables a la araña, que edifica una casa.
Alcorán, XXIX, 40


Esta –dijo Dunraven– con un vasto ademán que no rehusaba las nubladas estrellas y que abarcaba el negro páramo, el mar y un edificio majestuoso y decrépito que parecía una caballeriza venida a menos– es la tierra de mis mayores.
Unwin, su compañero, se sacó la pipa de la boca y emitió sonidos modestos y aprobatorios. Era la primera tarde del verano de 1914; hartos de un mundo sin la dignidad del peligro, los amigos apreciaban la soledad de ese confín de Cornwall. Dunraven fomentaba una barba oscura y se sabía autor de una considerable epopeya que sus contemporáneos casi no podrían escandir y cuyo tema no le había sido aún revelado; Unwin había publicado un estudio sobre el teorema que Fermat no escribió al margen de una página de Diofanto. Ambos –¿será preciso que lo diga?– eran jóvenes, distraídos y apasionados.
–Hará un cuarto de siglo –dijo Dunraven– que Abenjacán el Bojarí, caudillo o rey de no sé qué tribu nilótica, murió en la cámara central de esa casa a manos de su primo Zaid. Al cabo de los años, las circunstancias de su muerte siguen oscuras.
Unwin preguntó por qué, dócilmente.
–Por diversas razones –fue la respuesta–. En primer lugar, esa casa es un laberinto. En segundo lugar, la vigilaban un esclavo y un león. En tercer lugar, se desvaneció un tesoro secreto. En cuarto lugar, el asesino estaba muerto cuando el asesinato ocurrió. En quinto lugar...
Unwin, cansado, lo detuvo.
–No multipliques los misterios –le dijo––. Estos deben ser simples. Recuerda la carta robada de Poe, recuerda el cuarto cerrado de Zangwill.
–O complejos –replicó Dunraven–. Recuerda el universo.
Repechando colinas arenosas, habían llegado al laberinto. Este, de cerca, les pareció una derecha y casi interminable pared, de ladrillos sin revocar, apenas más alta que un hombre. Dunraven dijo que tenía la forma de un círculo, pero tan dilatada era su área que no se percibía la curvatura. Unwin recordó a Nicolás de Cusa, para quien toda línea recta es el arco de un círculo infinito... Hacia la medianoche descubrieron una ruinosa puerta, que daba a un ciego y arriesgado zaguán. Dunraven dijo que en el interior de la casa había muchas encrucijadas, pero que doblando siempre a la izquierda, llegarían en poco más de una hora al centro de la red. Unwin asintió. Los pasos cautelosos resonaron en el suelo de piedra; el corredor se bifurcó en otros más angostos. La casa parecía querer ahogarlos, el techo era muy bajo. Debieron avanzar uno tras otro por la complicada tiniebla. Unwin iba delante. Entorpecido de asperezas y de ángulos, fluía sin fin contra su mano el invisible muro. Unwin, lento en la sombra, oyó de boca de su amigo la historia de la muerte de Abenjacán.
–Acaso el más antiguo de mis recuerdos –contó Dunraven– es el de Abenjacán el Bojarí en el puerto de Pentreath. Lo seguía un hombre negro con un león; sin duda el primer negro y el primer león que miraron mis ojos, fuera de los grabados de la Escritura. Entonces yo era niño, pero la fiera del color del sol y el hombre del color de la noche me impresionaron menos que Abenjacán. Me pareció muy alto; era un hombre de piel cetrina, de entrecerrados ojos negros, de insolente nariz, de carnosos labios, de barba azafranada, de pecho fuerte, de andar seguro y silencioso. En casa dije: «Ha venido un rey en un buque». Después, cuando trabajaron los albañiles, amplié ese título y le puse el Rey de Babel.
La noticia de que el forastero se fijaría en Pentreath fue recibida con agrado; la extensión y la forma de su casa, con estupor y aun con escándalo. Pareció intolerable que una casa constara de una sola habitación y de leguas y leguas de corredores. «Entre los moros se usarán tales casas, pero no entre cristianos», decía la gente. Nuestro rector, el señor Allaby, hombre de curiosa lectura, exhumó la historia de un rey a quien la Divinidad castigó por haber erigido un laberinto y la divulgó desde el púlpito. El lunes, Abenjacán visitó la rectoría; las circunstancias de la breve entrevista no se conocieron entonces, pero ningún sermón ulterior aludió a la soberbia, y el moro pudo contratar albañiles. Años después, cuando pereció Abenjacán, Allaby, declaró a las autoridades la substancia del diálogo.
Abenjacán le dijo, de pie, estas o parecidas palabras: «Ya nadie puede censurar lo que yo hago. Las culpas que me infaman son tales que aunque yo repitiera durante siglos el Ultimo Nombre de Dios, ello no bastaría para mitigar uno solo de mis tormentos; las culpas que me infaman son tales que aunque yo lo matara con estas manos, ello no agravaría los tormentos que me destina la infinita Justicia. En tierra alguna es desconocido mi nombre; soy Abenjacán el Bojarí y he regido las tribus del desierto con un cetro de hierro. Durante muchos años las despojé, con asistencia de mi primo Zaid, pero Dios oyó mi clamor y sufrió que se rebelaran. Mis gentes fueron rotas y acuchilladas; yo alcancé a huir con el tesoro recaudado en mis años de expoliación. Zaid me guió al sepulcro de un santo, al pie de una montaña de piedra. Le ordené a mi esclavo que vigilara la cara del desierto;
Zaid y yo dormimos, rendidos. Esa noche creí que me aprisionaba una red de serpientes. Desperté con horror; a mi lado, en el alba, dormía Zaid; el roce de una telaraña en mi carne me había hecho soñar aquel sueño. Me dolió que Zaid, que era cobarde, durmiera con tanto reposo. Consideré que el tesoro no era infinito y que él podía reclamar una parte. En mi cinto estaba la daga con empuñadura de plata; la desnudé y le atravesé la garganta. En su agonía balbuceó unas palabras que no pude entender. Lo miré; estaba muerto, pero yo temí que se levantara y le ordené al esclavo que le deshiciera la cara con una roca. Después erramos bajo el cielo y un día divisamos un mar. Lo surcaban buques muy altos; pensé que un muerto no podría andar por el agua y decidí buscar otras tierras. La. primera noche que navegamos soñé que yo mataba a Zaid. Todo se repitió, pero yo entendí sus palabras. Decía: Como ahora me borras te borraré, dondequiera que estés. He jurado frustrar esa amenaza; me ocultaré en el centro de un laberinto para que su fantasma se pierda».
Dicho lo cual, se fue. Allaby trató de pensar que el moro estaba loco y que el absurdo laberinto era un símbolo y un claro testimonio de su locura. Luego reflexionó que esa explicación condecía con el extravagante edificio y con el extravagante relato, no con la enérgica impresión que dejaba el hombre Abenjacán. Quizá tales historias fueran comunes en los arenales egipcios, quizá tales rarezas correspondieran (como los dragones de Plinio) menos a una persona que a una cultura...
Allaby, en Londres, revisó números atrasados del Times; comprobó la verdad de la rebelión y de una subsiguiente derrota del Bojarí y de su visir, que tenía fama de cobarde.
Aquél, apenas concluyeron los albañiles, se instaló en el centro del laberinto. No lo vieron más en el pueblo; a veces Allaby temió que Zaid ya lo hubiera alcanzado y aniquilado. En las noches el viento nos traía el rugido del león, y las ovejas del redil se apretaban con un antiguo miedo.
Solían anclar en la pequeña bahía, rumbo a Cardiff o a Bristol, naves de puertos orientales. El esclavo descendía del laberinto (que entonces, lo recuerdo, no era rosado, sino de color carmesí) y cambiaba palabras africanas con las tripulaciones y parecía buscar entre los hombres el fantasma del rey. Era fama que tales embarcaciones traían contrabando, y si de alcoholes o marfiles prohibidos, ¿por qué no, también, de hombres muertos?
Muelle de Bristol



















A los tres años de erigida la casa, ancló al pie de los cerros el Rose of Sharon. No fui de los que vieron ese velero y tal vez en la imagen que tengo de él influyen olvidadas litografías de Aboukir o de Trafalgar, pero entiendo que era de esos barcos muy trabajados que no parecen obra de naviero, sino de carpintero y menos de carpintero que de ebanista. Era (si no en la realidad, en mis sueños) bruñido, oscuro, silencioso y veloz, y lo tripulaban árabes y malayos.
Ancló en el alba de uno de los días de octubre. Hacia el atardecer, Abenjacán irrumpió en casa de Allaby. Lo dominaba la pasión del terror; apenas pudo articular que Zaid ya había entrado en el laberinto y que su esclavo y su león habían perecido. Seriamente preguntó si las autoridades podrían ampararlo. Antes que Allaby respondiera, se fue, como si lo arrebatara el mismo terror que lo había traído a esa casa, por segunda y última vez. Allaby, solo en su biblioteca, pensó con estupor que ese temeroso había oprimido en el Sudán a tribus de hierro y sabía qué cosa es una batalla y qué cosa es matar. Advirtió, al otro día, que ya había zarpado el velero (rumbo a Suakin en el Mar Rojo, se averiguó después). Reflexionó que su deber era comprobar la muerte del esclavo v se dirigió al laberinto. El jadeante relato del Bojarí le pareció fantástico, pero en un recodo de las galerías dio con el león, y el león estaba muerto, y en otro, con el esclavo, que estaba muerto, y en la cámara central con el Bojarí, a quien le habían destrozado la cara. A los pies del hombre había un arca taraceada de nácar; alguien había forzado la cerradura y no quedaba ni una sola moneda.
Los períodos finales, agravados de pausas oratorias, querían ser elocuentes; Unwin adivinó que Dunraven los había emitido muchas veces, con idéntico aplomo y con idéntica ineficacia. Preguntó, para simular interés
–¿Cómo murieron el león y el esclavo?
La incorregible voz contestó con sombría satisfacción:
–También les habían destrozado la cara.
Al ruido de los pasos se agregó el ruido de la lluvia. Unwin pensó que tendrían que dormir en el laberinto, en la «cámara central» del relato, y que en el recuerdo de esa larga incomodidad sería una aventura. Guardó silencio: Dunraven no pudo contenerse y le preguntó, como quien no perdona una deuda:
–¿No es inexplicable esta historia?
Unwin le respondió, como si pensara en voz alta
–No sé si es explicable o inexplicable. Sé que es mentira.
Dunraven prorrumpió en malas palabras e invocó el testimonio del hijo mayor del rector (Allaby, parece, había muerto) y de todos los vecinos de Pentreath. No menos atónito que Dunraven, Unwin se disculpó. El tiempo, en la oscuridad, parecía más largo; los dos temieron haber extraviado el camino y estaban muy cansados cuando una tenue claridad superior les mostró los peldaños iniciales de una angosta escalera. Subieron y llegaron a una ruinosa habitación redonda. Dos signos perduraban del temor del malhadado rey: una estrecha ventana que dominaba los páramos y el mar y en el suelo una trampa que se abría sobre la curva de la escalera. La habitación, aunque espaciosa, tenía mucho de celda carcelaria.
Menos instados por la lluvia que por el afán de vivir para la rememoración y la anécdota, los amigos hicieron noche en el laberinto. El matemático durmió con tranquilidad; no así el poeta, acosado por versos que su razón juzgaba detestables:

Faceless the sultry and overpowering lion,
Faceless the stricken slave, faceless the king.


Unwin creía que no le había interesado la historia de la muerte del Bojarí, pero se despertó con la convicción de haberla descifrado. Todo aquel día estuvo preocupado y huraño, ajustando y reajustando las piezas, y tres o cuatro noches después, citó a Dunraven en una cervecería de Londres y le dijo estas o parecidas palabras:
–En Cornwall dije que era mentira la historia que te oí. Los hechos eran ciertos, o podían serlo, pero contados como tú los contaste, eran, de un modo manifiesto, mentira. Empezaré por la mayor mentira de todas, por el laberinto increíble. Un fugitivo no se oculta en un laberinto. No erige un laberinto sobre un alto lugar de la costa, un laberinto carmesí que avistan desde lejos los marineros. No preciso erigir un laberinto, cuando el universo ya lo es. Para quien verdaderamente quiere ocultarse, Londres es mejor laberinto que un mirador al que conducen todos los corredores de un edificio. La sabia reflexión que ahora te someto me fue deparada anteanoche, mientras oíamos llover sobre el laberinto y esperábamos que el sueño nos visitara; amonestado y mejorado por ella, opté por olvidar tus absurdidades y pensar en algo sensato.
–En la teoría de los conjuntos, digamos, o en una cuarta dimensión del espacio –observó Dunraven.
–No –dijo Unwin con seriedad–. Pensé en el laberinto de Creta. El laberinto cuyo centro era un hombre con cabeza de toro. 
Dunraven, versado en obras policiales, pensó que la solución del misterio siempre es inferior al misterio. El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos. Dijo, para aplazar lo inevitable:
–Cabeza de toro tiene en medallas y esculturas el minotauro. Dante lo imaginó con cuerpo de toro y cabeza de hombre.
–También esa versión me conviene –Unwin asintió–. Lo que importa es la correspondencia de la casa monstruosa con el habitante monstruoso. El minotauro justifica con creces la existencia del laberinto: Nadie dirá lo mismo de una amenaza percibida en un sueño. Evocada la imagen del minotauro (evocación fatal en un caso en que hay un laberinto), el problema, virtualmente, estaba resuelto. Sin embargo, confieso que no entendí que esa antigua imagen era la clave y así fue necesario que tu relato me suministrara un símbolo más preciso: la telaraña.
–¿La telaraña? –repitió, perplejo, Dunraven.
–Sí. Nada me asombraría que la telaraña (la forma universal de la telaraña, entendamos bien, la telaraña de Platón) hubiera sugerido al asesino (porque hay un asesino) su crimen. Recordarás que el Bojarí, en una tumba, soñó con una red de serpientes y que al despertar descubrió que una telaraña le había sugerido aquel sueño. Volvamos a esa noche en que el Bojarí soñó con una red. El rey vencido y el visir y el esclavo huyen por el desierto con un tesoro. Se refugian en una tumba. Duerme el visir, de quien sabemos que es un cobarde; no duerme el rey, de quien sabemos que es un valiente. El rey, para no compartir el tesoro con el visir, lo mata de una cuchillada; su sombra lo amenaza en un sueño, noches después. Todo esto es increíble; yo entiendo que los hechos ocurrieron de otra manera. Esa noche durmió el rey, el valiente, y veló Zaid, el cobarde. Dormir es distraerse del universo, y la distracción es difícil para quien sabe que lo persiguen con espadas desnudas. Zaid, ávido, se inclinó sobre el sueño de su rey. Pensó en matarlo (quizá jugó con el puñal), pero no se atrevió. Llamó al esclavo, ocultaron parte del tesoro en la tumba, huyeron a Suakin y a Inglaterra. No para ocultarse del Bojarí, sino para atraerlo y matarlo, construyó a la vista del mar el alto laberinto de muros rojos. Sabía que las naves llevarían a los puertos de Nubia la fama del hombre bermejo, del esclavo y del león, y que, tarde o temprano, el Bojarí lo vendría a buscar en su laberinto. En el último corredor de la red esperaba la trampa. El Bojarí lo despreciaba infinitamente; no se rebajaría a tomar la menor precaución. El día codiciado llegó; Abenjacán desembarcó en Inglaterra, caminó hasta la puerta del laberinto, barajó los ciegos corredores y ya había pisado, tal vez, los primeros peldaños cuando su visir lo mató, no sé si de un balazo, desde la trampa. El esclavo mataría al león y otro balazo mataría al esclavo. Luego Zaid deshizo las tres caras con una piedra. Tuvo que obrar así; un solo muerto con la cara deshecha hubiera sugerido un problema de identidad, pero la fiera, el negro y el rey formaban una serie y, dados los dos términos iniciales, todos postularían el último. No es raro que lo dominara el temor cuando habló con Allaby; acababa de ejecutar la horrible faena y se disponía a huir de Inglaterra para recuperar el tesoro.
Un silencio pensativo, o incrédulo, siguió a las palabras de Unwin. Dunraven pidió otro jarro de cerveza antes de opinar.
–Acepto ––dijo– que mi Abenjacán sea Zaid. Tales metamorfosis, me dirás, son clásicos artificios del género, son verdaderas convenciones cuya observación exige el lector. Lo que me resisto a admitir es la conjetura de que una porción del tesoro quedara en el Sudán. Recuerda que Zaid huía del rey y de los enemigos del rey; más fácil es imaginarlo robándose todo el tesoro que demorándose a enterrar una parte. Quizá no se encontraron monedas porque no quedaban monedas; los albañiles habrían agotado un caudal que, a diferencia del oro rojo de los Nibelungos, no era infinito. Tendríamos así a Abenjacán atravesando el mar para reclamar un tesoro dilapidado.
–Dilapidado, no –dijo Unwin–. Invertido en armar en tierra de infieles una gran trampa circular de ladrillo destinada a apresarlo y aniquilarlo. Zaid, si tu conjetura es correcta, procedió urgido por el odio y por el temor y no por la codicia. Robó el tesoro y luego comprendió que el tesoro no era lo esencial para él. Lo esencial era que Abenjacán pereciera. Simuló ser Abenjacán, mató a Abenjacín y finalmente fue Abenjacán.
–Sí –confirmó Dunraven–. Fue un vagabundo que, antes de ser nadie en la muerte, recordaría haber sido un rey o haber fingido ser un rey, algún día.






* * *
Después de citarlo en la reseña de La Pesquisa, no me resisto a demorarme en este laberinto. Los cuentos de Borges siempre me han recordado a una partida de ajedrez. Describen la realidad pero de una forma estilizada. Reflejan la vida toda, amor, odio, esperanza, muerte; pero de una forma abstracta. Sus frases poseen la contundencia de una pieza ocupando un escaque: "hartos de un mundo sin la dignidad del peligro" o "la solución de un misterio siempre es inferior al misterio." 
En este cuento se dan la mayoría de características que hacen de Borges un autor descomunal. El espacio de la narración es un planeta en sí mismo, siempre expectante y a la vez remoto. El lenguaje, riquísimo y sentencioso. A sus ficciones nunca les falta intriga ni fantasía. Exacerba la imaginación convocando tierras lejanas y tiempos antiguos. Su acervo son todas las culturas y el mundo. No es raro que su acción incumba al universo. Ni que en sus tramas testifiquen las matemáticas, la filosofía o la astronomía. Sus cuentos son artefactos mentales por más que haya duelos y muertes.
Sin remedio (y con fruición) nos arrastrará a los laberintos del tiempo, de Londres o del Indostán. Siempre acudiremos solícitos a esos zaguanes que se abisman en el misterio.

martes, 8 de abril de 2014

El SOLDADO VIEJO y el SOLDADO JOVEN - de Juan José Saer

Aquiles cura las heridas de Patroclo

En la novela La Pesquisa de Juan José Saer, tres amigos debaten sobre un manuscrito titulado "En las tiendas griegas". Las referencias que allí se incluyen sobre el Soldado Viejo y el Soldado Joven ilustran, como pocas veces se ha hecho, la escurridiza senda que transcurre entre la experiencia y la ficción.




     –No me refiero a la veracidad de la historia, sino a la mía –dice Pichón–. Si no me creen, les mando los diarios.
     Indeciso, Soldi escupe el carozo de la aceituna en la palma de su mano, y después lo deja en un cenicero. Tomatis advierte su vacilación.
     –No le hagas caso –dice–. Es un lugar común de la crítica francesa. Pichón se echa a reír.
     –No, de veras –dice–. Salió en todos los diarios. Y, además, pasó a la vuelta de mi casa.
     –Argumento irrefutable –dice Soldi con desdén, recuperando su aplomo y entrando nuevamente en el tono de la discusión, que consiste en definitiva en formular, de manera irónica, objeciones o aprobaciones, sin estar nunca demasiado seguro de que han sido aceptadas o siquiera comprendidas por los otros–. Desgraciadamente, el autor de En las tiendas griegas ya se ha abocado a ese problema.
     De manera un poco ostentosa y convencional, Pichón enarca las cejas y asume una expresión interrogativa, destinada a significar más o menos: por lo que me transmitieron de ese texto, no me parece haber entendido que tratara de esa cuestión.
     –Los dos soldados –dice Soldi–. Los dos soldados de guardia en la tienda de Menelao.
     Y ante el interés de Pichón y de Tomatis, que lo estimula y lo embriaga levemente, y que transparenta mucho –tal vez un poco demasiado– en sus expresiones, Soldi explica que del Soldado Viejo y el Soldado Joven –los dos personajes principales de la novela–, el Soldado Joven, que acaba de llegar de Esparta hace apenas unos días, es el que más sabe de la guerra. El Soldado Viejo, que está desde hace diez años en la llanura de Escamandro –la mayor parte de la novela transcurre la noche que precede la introducción del Caballo y por lo tanto la destrucción de la ciudad– no ha visto nunca un solo troyano, en todo caso de cerca, debido quizás a que forma parte del personal de Menelao, que se ocupa de los problemas de intendencia y de seguridad en retaguardia, y para él esa palabra, troyano, evoca únicamente unas figuras humanas diminutas, debatiéndose contra los griegos en un punto de la llanura, y después en otro, y más tarde en un tercero, y así sucesivamente. Cuando Menelao, al comienzo del sitio, encabezando una embajada, había entrado en la ciudad para ir a reclamar a Helena (a la que él nunca había visto), le había tocado quedarse de guardia en el campamento. Y si venía alguna embajada troyana a parlamentar, era siempre en la tienda de Agamenón que la recibían. Para él, Troya era una muralla gris que se elevaba a lo lejos y en la cual, de tanto en tanto, veía pasearse una silueta vagamente humana. En cuanto a las hazañas del héroe cuyo sueño estaban protegiendo en ese mismo momento, el Soldado Viejo no sabía casi nada, tal vez porque en todos los años que había estado a su servicio, su jefe apenas si le había dirigido dos o tres veces la palabra. El Soldado Joven, en cambio, estaba al tanto de todos los acontecimientos, hasta el más insignificante, que habían tenido lugar desde el comienzo del sitio. Y no únicamente él, sino toda Grecia, lo que equivalía a decir el universo entero. Todos los hechos relativos a la guerra les eran familiares hasta al más oscuro de los griegos. Incluso las criaturas que habían nacido cuatro o cinco años después del comienzo de las hostilidades, remedaban los hechos más salientes en sus juegos: todos querían ser Aquiles, Agamenón, Ulises, y únicamente contra su voluntad aceptaban el papel de Paris, de Héctor, de Antenor. 
Ayax sosteniendo a Patroclo - Florencia
Hasta los que todavía gateaban querían ir a recoger el cadáver de Patroclo, lo mismo que los hombres hechos y derechos que, erguidos sobre sus miembros vigorosos, adoptaban en la plaza pública actitudes que creían imitar de Filoctetes o de Ayante, o los viejos que, ayudándose con un bastón, que solían revolear en la fiebre de sus relatos, andaban por los caminos repitiendo las hazañas que todo el mundo conocía de memoria y que sin embargo nadie se cansaba de escuchar. En las noches de invierno, cuando caía la nieve en las montañas solitarias, familias enteras, señores y criados, amos y esclavos, hombres y mujeres, adultos y criaturas, se apretujaban alrededor del fuego para escuchar, por milésima vez, los relatos. Si un viajero atravesaba algún lugar desierto, y se cruzaba con un algún desconocido, o con algún pastor que cuidaba su rebaño desde hacía meses en algún valle perdido, apenas habían intercambiado un saludo convencional, el tema de la guerra se instalaba en la conversación. De vuelta de una de esas temporadas, un pastor pretendió que una mañana sus cabras, inexplicablemente, se habían puesto a gemir desconsoladas, y que él se había enterado un poco más tarde por un viajero de que había sido el día de la muerte de Patroclo. 
Al Soldado Viejo, todos esos nombres de héroes se le mezclaban en la cabeza, porque tenía muy poco contacto con ellos e ignoraba la mayor parte de las hazañas que al Soldado Joven le parecían tan gloriosas. Los pocos efectos palpables de la guerra para el Soldado Viejo, se resumían en dos o tres hechos concretos: un día, por ejemplo, después de una batalla de la que todo el mundo comentaba que había sido muy violenta, pero de la que él no había visto más que una nube de polvo en un punto lejano de la llanura, su jefe había vuelto ligeramente herido, y varias veces también había podido deducir del humor de Menelao, si el curso de los acontecimientos era favorable o adverso a los griegos. Una cosa parecía segura: había una guerra, porque alguno de sus viejos camaradas que habían sido seleccionados para la acción nunca volvieron al campamento, y porque a veces faltaban el pan y el aceite –nunca en la mesa de los jefes desde luego– y otras cosas similares, lo que era signo de tiempos difíciles. Si se hubiese topado con Ulises o Agamenón, el Soldado Viejo no los hubiese reconocido. Cuando los otros jefes venían a la tienda de Menelao, siempre lo hacían en grupo, y cuando venían solos, al Soldado Viejo le costaba igualmente distinguirlos. De todas maneras, a su edad –en realidad apenas si tenía cuarenta años– ya había aprendido desde hacía tiempo que al soldado raso le conviene ser ciego, sordo y mudo y tratar de pasar completamente desapercibido. Para el Soldado Joven era exactamente lo contrario: tampoco él había visto nunca a Helena, pero conocía todas las historias, anécdotas y leyendas que circulaban sobre ella. Sabía de ella probablemente más que su marido y que el amante troyano –el nombre de Paris al Soldado Viejo no le decía nada– que, infringiendo las leyes de la hospitalidad, la había seducido y secuestrado en ausencia de Menelao. Más aún: afirmaba que Helena era la mujer más hermosa del mundo, y la consideraba también como la más casta, porque un rey de Egipto que había dado alojamiento a la pareja durante un alto en su viaje hacia Troya, cuando descubrió el secuestro, expulsó a Paris y, gracias a manipulaciones mágicas, fabricó un simulacro de Helena tan semejante al original que Paris se la había llevado consigo a Troya creyendo que era la verdadera, la cual, según el Soldado Joven había oído decir, seguía todavía en Egipto, donde había envejecido considerablemente, esperando la vuelta de su marido. A lo cual el Soldado Viejo contestó (según Soldi memorablemente, y en la novela con mejores palabras que las que él estaba transmitiéndoles en forma sucinta) que, si todo eso era cierto, la causa de esa guerra era un simulacro, lo cual en cierto modo no cambiaba nada para él, porque teniendo en cuenta lo poco que sabía de ella, no únicamente su causa, sino también la guerra misma era un simulacro y que, si algún día volvía a Esparta y alguien le pedía que contase la guerra, se encontraría en una situación delicada, pero si le quedaba algún ocio en su vejez, lo dedicaría a informarse de todos esos acontecimientos tan conocidos en el mundo entero y que el Soldado Joven acababa de referirle.
Satisfecho de la larga explicación de Soldi, Tomatis deja de mirarlo y ausculta con cierta expectativa la cara de Pichón, para ver si las palabras de Soldi han producido el efecto que él desearía, a saber que Pichón esté tan interesado en la novela como en la personalidad del albacea literario –designado por la hija gracias a las maniobras del propio Tomatis– de Washington. Y como considera que de ese efecto depende también un poco su propia reputación, la sonrisa pensativa de Pichón lo tranquiliza. Él conoce bien, desde hace más de treinta y cinco años, esa sonrisa, en la que hay al mismo tiempo reconocimiento, simpatía y reflexión, y que anuncia siempre una réplica, precedida de un corto silencio. Y la réplica llega:
     –El Soldado Viejo posee la verdad de la experiencia y el Soldado Joven la verdad de la ficción. Nunca son idénticas pero, aunque sean de orden diferente, a veces pueden no ser contradictorias –dice Pichón.
     –Cierto –dice Soldi–. Pero la primera pretende ser más verdad que la segunda.



Pág 108-112 
de La Pesquisa. Juan José Saer
Muchnik Editores. Barcelona, 2002

lunes, 7 de abril de 2014

La PESQUISA - de Juan José Saer








Esta novela poliédrica se convierte a la vez en un laberinto, en un encuentro y en varios misterios sin resolver. Pichón Garay vuelve de París a su lugar de origen en Argentina. Allí se encuentra con su amigo Tomatis y Soldi, un joven ávido de literatura. En ese encuentro Pichón narrará la serie de 28 crímenes de la que fue coetáneo en París, la investigación del comisario Morvan y su sorprendente desenlace. En paralelo los tres visitarán la casa del desaparecido amigo Washington, donde su hermana les mostrará un dactilograma hallado con el título de "En las tiendas griegas". Aparentemente de autor desconocido, versa sobre la guerra de Troya y esconde una profunda reflexión sobre la necesidad del mito y sobre esa mágica línea que une la realidad y la ficción. 

La novela comienza in media res y lo más inmediato que nos ofrece es la investigación de los 28 asesinatos de viejecitas por parte de un comisario bastante taciturno. Pero luego el autor nos atrae a la realidad de estos tres amigos. La narración de los crímenes se solapa entonces al recuerdo del paisaje de la infancia, la desaparición del hermano gemelo de Pichón y el problema del manuscrito anónimo con sus referencias a la lejana guerra de Troya. Todo un cúmulo de ecos que tienen que ver con el hecho de narrar y que inevitablemente nos conducen a su interrogación.  
Ernest Descals - París, Montmartre
El mismo Pichón necesita subrayar en varias ocasiones la veracidad de su relato
Desde el principio nomás he tenido la prudencia, por no decir la cortesía, de presentar estadísticas con el fin de probarles la veracidad de mi relato, pero confieso que a mi modo de ver ese protocolo es superfluo, ya que por el solo hecho de existir todo relato es verídico" pág 19
Y más adelante, "-No me refiero a la veracidad de la historia sino a la mía -dice Pichón-. Si no me creen, les mando a los diarios." Ante lo cual Soldi responde: "Argumento irrefutable. Desgraciadamente, el autor de En las tiendas griegas ya se ha abocado a ese problema". Para resumir a continuación la historia que entraña el dactilograma, la del Soldado Viejo y el Soldado Joven.

En la llanura de Escamandro, a las puertas de Troya, ambos soldados protegen la tienda de Menelao. El Soldado Viejo acumula diez años de batalla pero sólo tiene una vaga idea de los hechos y sus participantes. Por el contrario El Soldado Joven acaba de llegar de Grecia y conoce minuciosamente los lances de guerra y sus héroes.

Los tres amigos perciben esa extraña contradicción:  la experiencia del Soldado Viejo proviene de la realidad, mientras que la experiencia del Soldado Joven proviene de la ficción. Tratando sobre los mismos hechos la experiencia de ambos se contradice. Entiendo que aquí está el quid de la novela, muy del estilo de Saer por otro lado, la coexistencia de conclusiones diferentes para los mismos enigmas, la incapacidad de captar lo real o "verdadero". 
"Es obvio que también del relato de Pichón cada uno tendrá una visión diferente, no únicamente Soldi y Tomatis, sino sobre todo Pichón, que nunca podrá verificar el tenor exacto de sus palabras en la imaginación de los otros." pág 76
Héctor es llevado a Troya
Este asunto atañe a toda la novela, incluso a su parte más flagrante: el prendimiento del asesino. Porque una vez que Pichón concluye su relato policial, Tomatis lo da la vuelta como a un calcetín y formula una versión alternativa. En Pichón que fue contemporáneo de los crímenes y Tomatis, que los conoce sólo por su relato, reconocemos al Soldado Viejo y al Soldado Joven.

Alguien ya ha señalado el paralelismo entre estos dos amigos -enfrentados a la explicación de un crimen- y los del relato de Borges, "Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto". En ambos casos, el uno refuta al otro. En ambos fulgura una eminente ficción.

Finalmente en el encuentro santafecino sólo quedará un misterio por desgranar, la desaparición de El Gato, hermano gemelo de Pichón, y su mujer Elisa. Nunca se afronta ni debate, sólo se informa. Abunda en el tema del doble que multiplica el relato con los inspectores Morvan y Lautret o los soldados Joven y Viejo. La desaparición ocurrió durante la dictadura militar. Quizás sirva simplemente como ancla en la realidad, o como una variable más -en este caso imposible- de la ecuación entre experiencia y relato. 

La reflexión sobre la necesidad de narrar y cómo se conforma es central en el libro. El mismo Soldi, fascinado por la teoría literaria, piensa que "si adquiere una ciencia de la creación detallada y segura, el sentido de la exaltación misteriosa que desde que aprendió a leer le procuran esos encadenamientos mágicos de palabras, le será revelado." (pág 45) 

El relato incluye su propia afirmación y cuestionamiento. 
"Ustedes se deben estar preguntando, tal como los conozco, qué posición ocupo y en este relato, que parezco saber de los hechos más de lo que muestran a primera vista y hablo de ellos y los transmito con la movilidad y la ubicuidad de quien posee una conciencia múltiple y omnipresente, pero quiero hacerles notar que lo que estamos percibiendo en este momento es tan fragmentario como lo que yo sé de lo que les estoy refiriendo, pero que cuando mañana se lo contemos a alguien que haya estado ausente o meramente lo recordemos, en forma organizada y lineal, o ni siquiera sin esperar hasta mañana, si simplemente nos pusiéramos a hablar de lo que estamos percibiendo, en este momento o en cualquier otro, el corolario verbal también daría la impresión de estar siendo organizado, mientras es proferido, por una conciencia móvil, ubicua, múltiple y omnipresente. Desde el principio nomás he tenido la prudencia, por no decir la cortesía, de presentar estadísticas con el fin de probarles la veracidad de mi relato, pero confieso que a mi modo de ver ese protocolo es superfluo, ya que por el solo hecho de existir todo relato es verídico, y si se quiere extraer de él algún sentido, basta tener en cuenta que, para obtener la forma que le es propia, a veces le hace falta operar, gracias a sus propiedades elásticas, cierta compresión, algunos desplazamientos y no pocos retoques en la iconografía. " pág 19
En este largo párrafo podemos percibir la prosa densa y reflexiva, los encabalgamientos de frases yuxtapuestas que buscan, sin lograrlo, apresar la realidad. No es casual que el texto incluya numerosas enumeraciones.
Finalmente este laberinto textual tendrá reflejo en otro físico. Morvan pasea por una ciudad simultáneamente cotidiana y fantasmal.
"Avanzó un trecho por la avenida Parmentier y, doblando por la rue Sedaine, pasó detrás del edificio del municipio, cruzó el bulevar Voltaire y se internó en las calles estrechas y cortas, muchas de ellas sin salida, que se abren a los costados de la rue de la Roquette, de la rue Sedaine y de otras calles largas y frecuentadas durante el día, como la rue de Charonne o la rue du Chemin Vert, que, cortando el bulevar Voltaire, llevan del cementerio del Père Lachaise a la Bastilla..."  
"Morvan comprendió que, de un modo incomprensible, sin saber exactamente cómo ni en qué momento, de tanto caminar en la nieve había pasado al otro mundo, en el que las cosas, sin ser demasiado diferentes a las de la vigilia, ya no eran las mismas y le producían una intranquilidad creciente, muy semejante a la angustia. Pág. 81 y 83
Como los protagonistas, quisiera para mí el fulgor de la ficción. 
"alertas y volubles, graves y juguetones, reconcentrados y al mismo tiempo disponibles, durante un par de horas han obligado a las fuerzas que tiran hacia lo oscuro a quedar fuera de sus vidas, sin dejar de saber ni un solo instante que, en las inmediaciones, dispuestas como siempre a arrebatarlos, esas fuerzas palpitan todavía." pág 156


La última reedición de esta novela ha corrido a cargo de una nueva editorial, Rayo Verde. Los mejores deseos para esta osada empresa que fija su objetivo en "obras inquisitivas, comprometidas, audaces, inconformistas y exigentes". En su catálogo figura otra obra mayúscula de Saer, El Entenado, y autores tan relevantes como Gerbrand Bakker con su deslumbrante "Todo está tranquilo arriba",  y Alasdair Gray Moacyr Scliar.

domingo, 6 de abril de 2014

La LLAVE de los SUEÑOS - de Manuel Vicent



Sinagoga del Tránsito - Toledo-


En el bazar de Estambul un sefardita
comerciante de ámbar, me contó que sus antepasados
vivían en Toledo.
Él había realizado varios viajes a España
con la llave de una puerta
que solo estaba en sus sueños.

La puerta ya no existía, pero pensó que, tal vez,
la cerradura pudiera andar
en manos de algún chamarilero.
Después de recorrer cientos de anticuarios
por toda España,
un día se produjo el milagro. 
Entre los cachivaches de una almoneda,
que regentaba un gitano de Plasencia,
el sefardita encontró
una cerradura herrumbrosa del siglo XV
en la que su llave encajaba perfectamente. 
La adquirió a buen precio y con certificado. 
En el bazar de Estambul
el sefardita me hizo una demostración.
Metió la llave en la cerradura, la accionó varias veces
y con palabras pronunciadas
en un ladino meloso me dijo:
así es cómo se abre y se cierra el destino.
                                                            

                                                    Manuel Vicent



Al hilo de la reciente iniciativa del gobierno para ofrecer la nacionalidad española a todos los sefarditas descendientes de aquellos judíos expulsados por los Reyes Católicos en 1492, Manuel Vicent, en su columna de El País, nos relata esta hermosa historia.

jueves, 3 de abril de 2014

KAMIKAZE - de Alex Pina

-España-
 2014







Me pilla esta película en medio de un debate sobre el exceso de teatralidad y estatismo que lastra las producciones españolas. Este debate lo arrastramos desde que vimos, hace unos meses, la película ¿Quién mató a Bambi? y se nos reproduce mientras seguimos la competente serie El Príncipe, sobre el temido barrio de Ceuta. La serie se mueve en los ambientes del thriller pero en ocasiones parece una moto con la rueda pinchada. Mientras que la película de Santiago Amodeo, desaprovecha claramente un sabroso guión preñado de situaciones equívocas y disparatadas por una realización del montón y sin ritmo. 

Anoche en cambio pudimos ver una película muy bien narrada, con planos y secuencias bien medidos, y entrevimos una conclusión. El guión y la pericia del realizador son la base de una buena película. Y Kamikaze lo es. 
El cine tiene su propio lenguaje y Alex Pina sabe escribirlo con sus imágenes. Visualmente la película es impecable.

Slatan (Alex García) es un ciudadano desesperado de Karadjistán. Después de perder a toda su familia bajo los bombardeos rusos es captado para inmolarse como hombre bomba en un vuelo Moscú-Madrid. Un temporal aborta el despegue y todo el pasaje es hospedado en un hotel de las afueras, quedando aislados por la nieve. La convivencia de Slatan con sus futuras víctimas fomentará nuevas amistades y el cruce de sus historias. 

Kamikaze no es una obra maestra ni mucho menos. Es una buena película, que quizás no acaba de despegar por mezclar demasiados géneros (thriller, drama, comedia); pero tiene un guión muy preciso y medido. La cinta dura sólo 94´ y en sus secuencias no hay ganga. En síntesis, el director ha sabido rodar con dinamismo, imprimiendo a sus planos una gran energía y fluidez.

La escena inicial, con los preparativos del comando suicida, posee tensión y no desentonaría en cualquier thriller. Los flashbacks donde vemos los bombardeos son contundentes y verosímiles. Asimismo las escenas más dramáticas transmiten emoción y los tres o cuatro golpes cómicos son, de verdad, hilarantes.

Hay otras que revelan una gran intención. Como en la que todos se lanzan a acompañar los cánticos de Slatan -un himno revolucionario- insultando sin saberlo a todos los rusos presentes.¡Justo en plena crisis de Crimea!  O cuando todos se asoman al carrito del bebé con cara de embeleso cuando lo que están secando es el explosivo plástico.
Carmen Machi y Eduardo Blanco
Quisiera destacar las interpretaciones de este grupo variopinto. Aunque bien es verdad que algún personaje peca de tópico (el argentino simpático, la viuda loca, etc), Alex García está siempre muy metido en su papel de Slatan y Eduardo Blanco derrocha naturalidad y picardía en un papel sumamente zalamero. He de subrayar el talento de Carmen Machi. Tiene una escena en la que enseña el vídeo de su boda, y mientras va traduciendo los votos de su marido ruso, nos desgrana el infierno de su matrimonio. De la comedia al drama en tres minutos, un portento.

En definitiva podríamos decir que Kamikaze es una especie de fábula donde se esconde un pequeño geniecillo (un entrañable Ernesto Alterio con muchas batallas encima) que en un momento dado mira a Slatan a los ojos y le dice, "Ante el sufrimiento no quedan más que dos opciones, o pudrirte por dentro o bailar al ritmo de la vida".

Alex Pina es guionista y productor de la serie El Barco y de las dos Fuga de cerebros. Esta es su primera película como director y para ello ha adaptado la novela homónima de su compañero Iván Escobar.