viernes, 28 de febrero de 2014

HER - de Spike Jonze

Esta película es un regalo que destila autenticidad por los cuatro costados. Más si cabe, con un tema tan peliagudo como el de las relaciones de pareja y rematado por el hecho de que la chica (Her) sea un Sistema Operativo de inteligencia artificial. 

Theodore (Joaquin Phoenix) se acaba de divorciar y encuentra en un nuevo Sistema Operativo la pareja que lo revitaliza. Pero que nadie se llame a engaño, no es ciencia-ficción ni lo pretende. Apenas un ligero velo futurista e hipertecnológico en los entornos nos traslada a un futuro inmediato y reconocible. En lo que se centra el director es en bucear con arrojo en eso que llamamos corazón, y el S.O. autodenominado Samantha sirve perfectamente como sujeto experimental: es muy avanzado, increíblemente adaptativo y aprende e interactúa con el usuario de forma pasmosa. 
Ese es el enorme talento de la película. Reproducir, con intensidad y de forma creíble, la montaña rusa que suelen ser las relaciones: descubrirse, apasionarse, compartir los mundos y la intimidad mientras todo sigue girando. 

Muchos se fijarán en el aspecto futurista de la historia o en la posibilidad real de que esta relación híbrida ocurra; pero no creo que el objeto de la película sea ese. Más bien resulta una excusa perfecta dado el mundo virtual que nos rodea; porque, a la postre, el protagonista es Theodore y lo paradójico de su soledad en una sociedad hiperconectada. O la crítica a esa conectividad como solución. El substrato esencial de todo ello sigue siendo su necesidad de compartir, de conocerse a sí mismo, de expresar y gobernar sus emociones, de sobrevivir a la fatalidad del tiempo y del cambio como factores ineludibles. Éstas para mí son las líneas de fuerza de esta historia. "A veces pienso que ya he sentido todo lo que iba a sentir en mi vida", reflexiona un Theodore vacío y descolocado por tener que empezar de nuevo.

El director y guionista exhibe una enorme sensibilidad dibujando estas relaciones. La que Theodore concluye con su exesposa (Rooney Mara) a base de luminosos flashbacks y la nueva que empieza con Samantha, que evoluciona ante nuestros ojos. En ambas hay fantasía, ilusión y entrega mezcladas con miedo, extrañeza y frustración. Lo que sucede en la pantalla siempre resulta sincero y auténtico.

El guión demuestra una fortaleza increíble, huyendo de tonterías y vaguedades para no perder nunca el hilo de la más verdadera emoción. Las situaciones y los diálogos recorren el camino entero de una relación indagando hasta el rincón más insospechado. Jonze sabe plasmar en imágenes una difícil intimidad, toda vez que Theodore interactúa con una simple voz. Las imágenes son limpias y cálidas, el ritmo es pausado pero siempre significativo. No hay circunloquios, siempre se avanza y hace evolucionar este extraño vínculo que absorbe nuestro interés durante las dos horas del metraje.

Joaquin Phoenix  nos conmueve con una sentida interpretación que va desde feliz a hundido y de soñador a desesperado; pero no le va a la zaga Scarlett Johansson  dando vida (¡nunca mejor dicho!), con solo su voz, a una Samantha jovial, sensual y entrometida. Su interpretación es increíblemente vívida y fresca. De hecho ambos polarizan tanto mi atención que casi desaparecen en mi memoria las buenas interpretaciones de Rooney Mara, Amy Adams (la vecina y amiga) y Olivia Wilde (el rollito).

Hay dos momentos clarividentes en la película y en ambos aflora el tema del cambio. Uno se produce mientras recuerda y analiza la separación de su mujer y otro en una conversación con Samantha: el cambio ineluctable: "Es imposible que sigas siendo el de hace un minuto", escuchamos.

La ambientación es un personaje más. Habitando una ciudad plagada de rascacielos, nunca abruma. Las calles y los apartamentos son acogedores. Los colores siempre son cálidos y la banda sonora potencia el carácter íntimo del relato. La música es de Arcade Fire y el imprescindible tema central, The Moon song, es interpretado por Karen O, vocalista de los Yeah, Yeah, Yeahs.


La resolución es implacable en su fría lógica. La explicación de ese "espacio en blanco" donde se pierde Samantha es desoladora. La cibernética  no hace sino subrayar la soledad esencial del ser humano. Mi admirado Carlos Boyero la describió como "una película tristísima". Y así es si te quedas en el corazón de Theodore. Pero yo prefiero el júbilo que supone la propia película. Spike Jonze ha sido capaz de insuflar vida a esta historia, de indagar sus potencialidades y mostrarnos una ficción absolutamente creíble y sincera hasta provocarnos un cúmulo de emociones y alguna reflexión. 

Theodore trabaja redactando cartas de encargo para otras personas y todo el que las lee reconoce su habilidad para trasladar sentimientos. Quizás por eso contrasta más su fracaso. "Qué me pasa?  -No lo sé." Este binomio aparece muy repetido en los diálogos. 
Her habla de la relación del ser humano con la tecnología, pero más agudamente, de sus necesidades, miedos y frustraciones.

miércoles, 26 de febrero de 2014

La VENUS de las PIELES - de Roman Polanski














¡Qué delicia de película! Qué juego tan sutil de espejos donde se erigen presencias insospechadas, efigies que nos zarandean y emborrachan de voluptuosidad. Es del amor de lo que trata este concentrado y también de la posesión, del sexismo y de la humillación. No en balde la acción tiene que ver con la adaptación de la novela homónima de Sacher-Masoch. Pero yo quisiera subrayar el acto de creación que supone esta película. El modo en que el director logra reproducir ese mágico instante donde, insospechadamente, un personaje cobra vida ante nuestros ojos y nos involucra sin remedio.

Wanda llega a la carrera a un pequeño teatro. Alli tiene lugar la audición para seleccionar a la intérprete de la obra. El director está recogiendo sus bártulos. Ella suplica la prueba. Él, en principio reacio, finalmente la invita a interpretar una escena.
Es a partir de ese momento cuando se obra la magia. La Venus cobra vida, una mujer ordinaria del siglo XXI, se transforma en una aristócrata refinada del XIX y arrastra al director en sus réplicas. El personaje despliega el velo de la seducción, inmiscuye al director, lo arrastra a la ficción. El límite con la realidad se diluye. Las dos personas/personajes entran y salen del texto, las capas del juego se multiplican sin cesar de forma prodigiosa.

El escenario como territorio único y total. Un hombre y una mujer solos, descritos como "yunque y martillo", conjurando a figuras de humo cambiantes: la ordinaria Wanda que llega de la calle, la aristócrata Wanda que escribió Sacher-Masoch, la bacante que primero exige el trato de madame, luego el de maitresse y finalmente el de diosa....Thomas, el director, arrastrado al juego de la seducción y la sensualidad, convertido finalmente en personaje. No olvidemos que la novela de Sacher-Masoch está encabezada con la misma cita del Libro de Judit con que concluye Polanski su película, «Dios le castigó, poniéndole en manos de una mujer.» 

Todas las capas y metahistorias actúan como réplicas. En el escenario se contrasta a la mujer del XIX con la del XXI y se establece un debate de dualidades entre amor y dominación, dolor y placer, tradición (del papel de la mujer) y modernidad (la mujer con iniciativa); entre Apolo (Thomas representa el orden, la racionalidad y no olvidemos que su novia le investiga antes de casarse, la represión) y Dionisio (el espíritu libre y creador de la mujer que logra arrastrar a Thomas). La suprema dualidad la encontramos en esa feliz confusión entre realidad y ficción.  Incluso la mujer resulta llamarse Wanda, como la protagonista de la obra y en un momento dado reconoce, "estoy familiarizada con el sadomasoquismo, trabajo en el teatro."

Wanda arrastra a Thomas a la sensualidad con frases de la Venus, pero se sale del papel para hacerle notar sus contradicciones, el sexismo que denota. Actúa de catalizador para que el propio director se mire en el espejo y se reconozca. En una escena, él mismo refiere la historia de Las Bacantes. Allí, del mismo modo que en La venus de las pieles, se castiga al hombre.
La novela de Sacher-Masoch versa sobre los abismos de la sensualidad humana y la dominación. De hecho, Thomas propone a Wanda el mismo contrato que firmó el autor con su amante: "el señor Leopold von Sacher-Masoch se compromete a ser el esclavo de la señorita von Pistor y de satisfacerla en todos sus deseos por un período de seis meses». Allí se fija el universo masoquista: fetiches, látigos, disfraces, humillaciones, castigos. Mientras que en Las Bacantes de Eurípides, el dios Dionisio castiga al rey Penteo por negar su origen divino y prohibir los ritos de las bacantes. Fatalmente lo convence para que acuda a una ceremonia disfrazado de mujer, muriendo a manos de su propia madre.

A pesar de tan altos referentes, Polanski no peca de trascendente o tedioso. Nunca abandona el tono de juego, de contrastes y hasta de picardía. Para ello cuenta con dos actores en estado de gracia. Su mujer, Emmanuelle Seigner, está magnífica, vibrante y contenida a la vez. Me maravilla cómo entra y sale de cada papel, la lujuria que despliega y en su momento la ordinariez. Sin duda es una de esas películas que ha de verse en versión original para apreciar los sutiles vaivenes que imprime a su personaje. Asimismo Mathieu Amalric que compone con naturalidad un personaje bien complejo; siempre ávido, a veces perplejo, extraviado entre tanto escarceo.

Leo muchas reseñas donde se habla de obra estimable pero menor. No estoy de acuerdo. La sencillez y naturalidad con que se desarrolla una trama que por momentos se abisma, esconde una habilidad pasmosa, un conocimiento profundo de los engranajes dramáticos. Hay un momento donde Wanda le indica al director que interprete él mismo a la Venus, dado el conocimiento que tiene de su intimidad. Esto mismo pasa con Polanski, cuyo talento sobrevuela cada timbre de esta obra. 

Comienza la película con cámara subjetiva entrando desde la calle y atravesando las puertas de un pequeño teatro hasta el escenario. Concluye del mismo modo pero al revés, saliendo desde el escenario a la calle. Yo me pregunto quién entra y sale. Cabría responder que Wanda, ya que es quien aparece en el teatro. Pero resulta curioso que posea el texto íntegro de la adaptación, que sepa de memoria todos los diálogos y que en su bolsa se encuentre todo lo necesario para la representación, sea un traje de época, un batín o unas altas botas de cuero para cuando exige a Thomas que la vista con su nuevo grado de dominatrice.     

Creo que vale aplicar a la película lo que dijo el filósofo francés Gilles Deleuze sobre la novela: «En mi opinión, ningún otro escritor empleó con tanto talento los recursos de la fantasía y del suspense. Tiene una manera muy particular de “desexualizar” el amor pero, a la vez, de sexualizar por entero toda la historia de la humanidad».


P.D.  El juego de espejos se da en la propia concepción de la película, la cual es una adaptación de la obra teatral escrita por David Ives que a su vez adapta la novela homónima de Leopold von Sacher-Masoch inspirada en el cuadro de Tiziano.

sábado, 22 de febrero de 2014

Los HUMANOS DESNUDOS - de Eliane Brum

Este texto me ha conmovido. La literatura, el cine, cualquiera de las Artes, y por supuesto, el periodismo, encuentra su más profundo sentido cuando enfoca al devenir humano. Este artículo posee intensidad literaria, una ironía helada y rabia. En él aflora un dolor sincero. Sin duda vivimos en la era de civilización más avanzada. Sin embargo perviven en nosotros terribles odios que nos degradan. Peor que animales, nos enfangamos en las diferencias de raza, religión o cultura. Brasil se está convirtiendo en una potencia mundial pero, se transformará pisoteando a los más débiles?.  La escritora logra ir más allá de la barbarie y tañer la escondidas fibras de una verdadera ética. 
La columna fue publicada en El País, el pasado 17 de Febrero, con el título de "Nosotros, los humanos verdaderos". El artículo completo aquí

Adolescente atado a un poste con un candado de bicicleta
IVONNE DE MELLO (Facebook)


Tuve que escuchar el discurso del bien. El que relatan aquellos que
encadenaron a un niño negro a un poste con un candado de bicicleta
en el barrio de Flamengo, en Río, el 31 de enero.
Aquellos que cortaron su oreja, que arrancaron sus ropas.  
El que cuentan aquellos que defienden a los jóvenes blancos que torturaron el joven negro. Yo sé que los hombres y las mujeres que evocan el derecho de encadenar adolescentes negros en postes, cortarles la oreja y arrancarles la ropa
porque se proclaman hombres y mujeres de bien están a mi alrededor. Me los encuentro en la panadería, los saludo en el ascensor, les agradezco cuando me permiten atravesar el paso de peatones. Ellos están ahí cuando conecto la televisión. ¿Pero qué es lo que dicen que es necesario escuchar? 
El discurso del bien cabe en pocas frases. El Estado es omiso. La policía está desmoralizada. La Justicia falla. Ante esos hechos, y todos los hechos son siempre incuestionables en el discurso del bien, atar a jóvenes negros en postes, cortarles la oreja y arrancarles la ropa es un derecho de legítima defensa de los ciudadanos de bien. Si quisieran torturar un niño negro, como hicieron, ellos pueden, asegura el bien. Si quisieran matarlo, ellos pueden, también. Y algunos lo hacen. Los niños negros no son niños. No se necesita investigación, no se necesita un juicio, no es precisa la ley. Los ciudadanos de bien lo saben, porque son la ley. También son la justicia. El niño es un marginal, es también un vagabundo, dice el bien. Y bandido bueno es bandido muerto, garantiza el bien.  
Si tú no piensas así, el bien tiene algo que decirte: haga un favor a Brasil, adopte un bandido. Simple, directo, objetivo. El discurso del bien se enorgullece de ser simple, se enorgullece de tener solo certezas. La duda entorpece el bien. Y el bien no debe ser perturbado. ¿Y cómo dudar de que encadenar a un niño negro a un poste por el cuello, cortarle la oreja y arrancarle la ropa es el bien?
Encuentro una explicación definitiva en el discurso de los justicieros amplificado en las redes sociales. Quien encadena a un
joven negro a un poste, le corta un pedazo de oreja y le arranca la ropa
– y quienes defiende el derecho a hacer todo eso – son los “verdaderos humanos”. Y también los “humanos verdaderos”.
Es una guerra, descubro, entre humanos verdaderos y humanos falsos. 
En este punto, tengo una duda. Tal vez yo no sea una humana verdadera – o una verdadera humana –, porque además de esa duda sobre la veracidad de mi humanidad, aún tengo otra. ¿Qué vieron los humanos verdaderos – o verdaderos humanos – al arrancar la ropa del niño negro? ¿Qué observaron al depararse con su desnudez? ¿Es posible que por eso que arrancaron sus ropas, para probar que él no era humano? ¿Qué sucedió cuando descubrieron que su cuerpo era igual al de ellos? ¿O no era? ¿Tal vez fue en ese momento que le cortaron la oreja, para marcarlo como a un humano falso, ya que Dios o la evolución no le habían providenciado esa diferencia en el cuerpo? ¿O basta el color, como ya dijo un pastor evangélico dedicado a los derechos humanos? Que perturbadora puede haber sido la desnudez del niño, al convertirse en espejo de los justicieros y dejarlos desnudos, mientras le golpeaban con sus cascos.
¿Quién estaba desnudo en esa escena?  
Las dudas no hacen bien al bien. Por asociación concluyo que también hay periodistas falsos y verdaderos. Los falsos tenderían a creer que, en el periodismo, una opinión solo puede darse con información, pesquisa e investigación de la realidad – o no es una opinión para el periodismo, solo un vómito de palabras. Los falsos pensarían que, para hablar de las calles, sería preciso ir a las calles. Los falsos mostrarían que, quienes más mueren por violencia, en Brasil, son los jóvenes negros y pobres como aquel que fue atado a un poste por el cuello. (...)
Los falsos se esforzarían para revelar la complejidad de que una escena que remite a la esclavitud se repita más de 125 años después de la Ley Áurea. Los falsos buscarían analizar como la violencia es una marca de identidad nacional, presente a lo largo de la constitución de la sociedad brasileña – y que aquel que dice punir, en realidad se venga–. (...) 
Aquí, exactamente aquí, yo tengo otra duda. Esa me perturba más. Percibo que, si estos son los humanos verdaderos, los que encadenan jóvenes negros a postes con candados de bicicleta, les cortan la oreja y les dejan sin ropa – así como los que defienden a los ciudadanos de bien que hacen todo eso –, mi tendencia es alinearme a los humanos falsos.
(...) 
La distinción, sin embargo, permanecería.
Difícil sería comprender no la diferencia, sino la igualdad. Difícil no es diferenciarme, sino igualarme, percibir en qué esquinas mi humanidad se encuentra con la del niño negro amarrado al poste y también con la humanidad de los jóvenes blancos que encadenaran al joven negro al poste. Para eso, necesito darme cuenta de que aquellos que arrancaron las ropas del niño se quedaron desnudos, sí, pero también me dejaron desnuda. Nos dejaron desnudos. 
Nosotros, que no simpatizamos con quien encadena jóvenes negros en postes, somos los que estábamos en la escena, pero no aparecemos en la imagen. Y por eso podemos escondernos mejor.
Es para eso que también sirve el discurso del bien. O el discurso del odio, si lo prefieren. Para que podamos confrontarnos a él y nos aseguremos no solo nuestra diferencia, sino principalmente nuestra inocencia. Para que podamos continuar viviendo en la ilusión de que hacemos algo para que niños negros no sean encadenados por el cuello a postes. En la ilusión de que hacemos algo para que niños negros no vuelvan, si alcanzan la vida adulta, hombres y mujeres que ganan menos que los blancos, que tienen menos educación que los blancos, que tienen menos salud que los blancos, que sean la mayoría que vive en casas sin saneamiento. En la ilusión de que hacemos algo para que las mujeres negras no sean las que más mueren durante el parto, ni sus hijos los que llenen las estadísticas de mortalidad infantil. En la ilusión de que hacemos algo para que jóvenes negros no tengan la entrada proscrita en centros comerciales, excepto para trabajar. El discurso del odio también sirve para que podamos confrontarnos a él y mantener intacta la ilusión de que hacemos algo para que jóvenes negros no sean los que mueren más y antes. 
Es necesario encarar nuestra desnudez ante ese espejo en el que la imagen, siempre incompleta, muestra solo al niño negro desnudo. Y renunciar a una cierta soberbia que hace que, en el fondo, creamos que somos nosotros los ciudadanos de bien – los civilizados contra los bárbaros –. Y que decir eso basta para un sueño sin sobresaltos.
(...)
Los brutos no son la mayoría, por lo menos en ese caso, por lo menos en Río. La mayoría está contra encadenar jóvenes negros a postes, cortarles la oreja y arrancarles la ropa. Entonces, ¿por qué la abolición de la esclavitud aún no se completó en Brasil? Porque nuestra complicidad encuentra caminos para creerse inocente.
Somos los “no enterados esenciales”. El término es de Clarice Lispector,en el mejor texto que leí (Mineirinho) sobre la escena del niño negro atado por el cuello a un poste. Con el detalle de que fue escrito en la década de los 60 del siglo pasado.
“Esa justicia que vela mi sueño, yo la repudio, humillada por necesitar de ella. Mientras tanto duermo y falsamente me salvo. Nosotros, los no enterados esenciales. Para que mi casa funcione, exijo de mí como primer deber que yo sea una no enterada, que no ejerza mi revolución y mi amor, guardados. Si yo no soy esa que se hace la tonta, mi casa se estremece. Debo haber olvidado que debajo de la casa está el terreno, el suelo donde una nueva casa podría levantarse. Mientras tanto, dormimos y falsamente nos salvamos. (...) Y yo sé que no nos salvaremos mientras nuestro error no nos sea precioso. Mi error es mi espejo, donde veo lo que en silencio yo hice de un hombre”.  
Para hacer la diferencia es necesario diferenciarse. Pero solo se diferencia aquel que antes se iguala. Levanta los ojos y encara, en el espejo que es el otro, la enormidad de su desnudez.

                                         
                                                   
Eliane Brum es escritora, reportera y documentarista. Autora de los libros de no ficción La Vida Que Nadie ve, El Ojo de la Calle y La Niña Quebrada y del romance Una Dos.
Correo electrónico: elianebrum@uol.com.br. Twitter: @brumelianebrum

jueves, 20 de febrero de 2014

NEBRASKA - de Alexander Payne












Carretera perdida.-
Entrañable película que nos asoma al abismo de la vejez. Woody Grant (Bruce Dern) es un anciano con principio de alzheimer y problemas de alcoholismo y credulidad. Después de varias espantadas, su última obcecación es viajar hasta Lincoln (2 estados más allá) para cobrar un millón de dolares que una campaña engañosa de marketing le comunica que ha ganado. Su mujer está harta y uno de los hijos también. Pero su otro hijo, David (Will Forte) decide tomarse un par de días y acompañar a su padre en este largo viaje. Espera que la tozuda realidad se imponga al delirio. 

Como siempre ocurre, el viaje físico lo será también íntimo. Padre e hijo profundizarán una relación que se venía secando y David podrá mirarse en el espejo de la vulnerabilidad. ¡Dios mío!  ¿Esto es lo que nos espera?

Las complicaciones del viaje hacen que tengan que refugiarse en casa de unos parientes en su pueblo natal. Los antiguos amigos, incluso la primera novia y sobre todo la reunión de su disfuncional familia pondrán sobre la mesa las miserias y ruindades que se acumulan a lo largo de una vida por común que sea. 

Hay un montón de personas ancianas en la película. A pesar del estado de inocencia al que nos aboca la vejez; no por ello, una vez vislumbrada la riqueza -aunque ilusoria-, dejan de reaccionar con la sordidez más grosera.

Alguno de los personajes parece transferido de una película de los Coen: ese antiguo socio de Woody que viste las pintas de Stacy Keach, tiene esa mezcla de palurdo y estafador que vemos en Blood Simple o Fargo. También los dos sobrinos de Woody, gordos, desocupados, con antecedentes y tan lerdos como insolentes. 

Pero sin duda la desolación de estas vidas arrasadas me lleva a los cuentos de Kjell Askildsen donde priman la soledad, la incomunicación y la amargura. Creo que para la película vale lo que dijo Winston Manrique sobre esos cuentos: "Askildsen logra mostrar los miedos agazapados y la hibernación de los rencores, del cinismo de la maldad, de la infelicidad de la rutina y de los sentimientos que el ser humano esconde."

No sé cómo verán otros la película; pero para mí lo estático de esos planos fijos con los personajes alelados ante el televisor me arranca la carcajada y no dejo de percibir su inherente desesperación.

Hay unas cuantas escenas de una seca intimidad, como la conversación de Woody con David sobre su matrimonio. El hijo le pregunta al padre si después de tantas broncas no pensaba en divorciarse. A lo que le responde "¡Todos los días!, pero lo que pasaba es que me gustaba follar".

Más allá de sus propias amarguras -él mismo se acaba de separar-, David logra trascenderse a sí mismo e interesarse por su padre. Su humanidad dota de una pizca de esperanza a una historia bastante lóbrega.

Contándonos la historia de Woody, Payne nos cuenta la de todos los que le rodean. Una sociedad gris, desesperanzada y ruin. Quizás por eso la ausencia de color en la cinta. Aunque no se trata de aquel luminoso blanco y negro que da lustre a películas como The Artist o Blancanieves, sino de otro, ceniciento y gris.


P.D. Payne sigue con su particular radiografía del ser humano, como ya hiciera en la divertidísima Entre copas o en Los descendientes. Creo que la elección del desgarbado Bruce Dern ha sido todo un acierto. Da perfectamente ese tono entre perplejo y sonámbulo de alguien que está empezando a perder las riendas de su vida. Siempre recordaré sus papeles de mayor gloria en la época de los setenta, La trama (Hitchcock), Domingo negro (Frankenheimer) o El regreso (Ashby). 

domingo, 16 de febrero de 2014

HOUSE of CARDS - de Beau Willimon









Lobos y corderos.-
He aquí una muestra indudable del por qué se dice que estamos viviendo una edad de oro en las series de televisión. En House of Cards encontramos unos guiones complejos y milimétricos, una realización de calidad y ritmo envidiable y un casting que le encaja como un guante.

Castillo de naipes podría ser la traducción o Tejemanejes en los pasillos del Congreso. La serie se abre con la llegada de un nuevo presidente a la Casa Blanca. El terremoto que esto supone en cuanto a nombramientos, cargos e iniciativas legislativas será el caldo de cultivo donde nos moveremos guiados por un muñidor sutilísimo y venenoso, el congresista Frank Underwood, a quien todo el mundo coloca como Secretario de Estado. 

En un giro de última hora el nuevo presidente lo relega a coordinador en el Congreso, dado su hábil manejo sobre las votaciones. Nosotros como espectadores nunca se lo agradeceremos bastante. Frank no se conformará y su venganza en forma de intrigas, subterfugios y filtraciones interesadas nos ofrecerá toda una galería de personajes que en las manos de Frank serán como marionetas y toda una serie de situaciones vibrantes, taimadas y hasta canallescas.

Me maravilla el ritmo al que se suceden las intrigas y conflictos. También el grado de malevolencia y amoralidad. El juego de intereses políticos igual determina que es preferible cerrar una fábrica y echar a la basura 15.000 puestos de trabajos para pagar un favor, que regalar un puesto a un botarate con tal de asegurarte un voto en una comisión clave. Algunas situaciones son pura extorsión.

Pero teniendo al majestuoso Kevin Spacey interpretando al manipulador Frank Underwood, lo que me provoca mayor placer son sus frases sibilinas. Muchos de los diálogos son portentosos gracias a la intención que se esconde en cada frase. En algunos contextos una simple sugerencia cobra una trascendencia inusitada...y en eso, Spacey es un maestro. No hay palabra, mirada o gesto que sea inocente. Todo puede ser usado para conseguir sus propósitos; sea el cura de su pueblo, su propia mujer (una Robin Wright, hermosa en la madurez, que dirige una ONG, pero la conocemos despidiendo sin pestañear a media plantilla), o la información privilegiada y secreta sobre la intimidad de un contrincante. Su objetivo es el poder, no el dinero o el éxito. Y así nos lo confiesa.
"¡Qué desperdicio de talento! Eligió el vil metal al poder. En esta ciudad ese error lo comete todo el mundo. Así pues, el dinero es una mansión en Sarasota que empieza a caerse después de diez años. El poder son los viejos cimientos de roca que permanecen durante siglos. No puedo respetar a alguien que no ve la diferencia."
Los diálogos, preñados de vil intención, se acompañan con planos donde Spacey rompe la cuarta pared (recurso que también ha usado, y brillantemente, Martin Scorsese en su reciente Lobo de Wall Street). Este simple recurso, mediante el cual el congresista nos confiesa su secreta intención, dota al conjunto de un ritmo malicioso y endiablado. El goteo de información (wikileaks) o sugerencias no afecta solo a la prensa (Kate Mara es su ambiciosa vocera), sino a otros congresistas e incluso al mismísimo presidente. Hasta se permite el sarcasmo cuando prepara la celada a un compañero: "vamos a ver si es lobo o cordero."

En los medios norteamericanos se discute si la serie retrata con fidelidad los enjuagues políticos o simplemente se trata de una exageración para favorecer el drama. Yo creo que no cabe el debate. Sólo hace unos días que el nuevo líder del centroizquierda en Italia ha provocado la dimisión de su compañero de partido, el primer ministro Letta. Los políticos van a lo suyo descarnadamente.

La serie ha sido concebida por Beau Willimon (autor de Los idus de marzo, obra teatral que George Clooney llevó al cine) y aunque muchos la colocan en la estela de la magnífica El Ala Oeste de la Casa Blanca, yo creo que su objetivo es otro. La serie de Aaron Sorkin era total, adaptaba la realidad de forma compleja e incluso contemporánea -la actualidad se colaba con naturalidad en sus guiones-. Mientras que este castillo de naipes es pura ficción, más irónica y cínica que real. Las intrigas y la manipulación son los raíles sobre los que circula y esto no la hace ni mejor ni peor. De lo que sí se beneficia es de una nómina de directores espléndida: David Fincher, también productor, dirige los dos primeros capítulos, pero también andan por ahí James Foley (Glengarry Glen Ross) o Joel Schumacher.

Sin ser un admirador de la sociedad norteamericana; hay dos aspectos de sus prácticas que admiro. Después de poner a los caballos a un par de congresistas, Mr. Underwood recibe por fin un encargo importante: la nueva Ley de Educación. Primero convoca a un comité de expertos con los que elabora la ley y después cita a sindicatos de profesores y fuerzas vivas del sector para discutir y negociar su redacción definitiva. ¡Lo mismo que el ministro Wert en España, que ignorando a todos los afectados pretende imponernos su mochila trasnochada de prejuicios ideológicos y religiosos! 

El otro aspecto es la dedicación de cada congresista a su circunscripción. Precisamente en medio del debate de la Ley de Educación, Frank ha de acudir a la zona que lo eligió para mediar en un problema. En Inglaterra también ocurre así. Pero en España cada congresista no ha de atender a sus votantes, cuya circunscripción ni pisa; sino al jefe de su partido para que le "coloque" en la lista cerrada. ¡Menuda diferencia! 

Un aspecto más y totalmente innovador hay que señalar de esta serie. Está producida por NETFLIX, una plataforma online donde se pueden ver películas y series sin necesidad de descargarlas. Dado que no es una cadena normal ha sido consecuente y ha puesto la serie entera a disposición del público mediante streamig; una apuesta por los nuevos hábitos de ver TV. El propio Spacey lo reconocía en una entrevista: "Nosotros no obligamos a la gente a ver la serie de una sola sentada; pero sí le damos el control de verla cuando quieran y como quieran. Creo que los días de ver un programa a una hora específica y determinada han llegado a su fin". 
Hace dos días Netflix ha lanzado la 2ª temporada completa de esta magnífica House of Cards.

miércoles, 12 de febrero de 2014

METRÓPOLIS - de Ferenc Karinthy

Épépé
Hungría, 1970
Editorial Funambulista, 2010








Budai es un lingüista que acude a un congreso en Helsinsky  pero aterriza en un país desconocido. No sabe dónde ha ocurrido el error. Ya instalado en el hotel comienza la pesadilla. El idioma es absolutamente extraño y la ciudad un populoso hormiguero vaya donde vaya.  En la recepción hay gigantescas colas, en las aceras se acumulan riadas ininterrumpidas de viandantes, el tráfico es un colapso permanente. Como si fuese el reverso de Robinsón Crusoe, Budai está solo y aislado pero en medio de una multitud. Inmerso en un cosmos cerrado e irreductible a su comprensión.

La novela nos pone en situación en apenas un par de páginas. Todo lo que sigue tiene una lógica arrolladora: recuperar el pasaporte, buscar una agencia de viajes, una estación de tren o un puerto. Acceder a las autoridades, intentar comprender el idioma. ¡Ay! Todos y cada uno de los pasos constituirán un fracaso.  

Ni tan siquiera un episodio amoroso con la ascensorista tendrá mayor significado. El tráfico imparable de personas y días se llevará todo por delante. El autor es capaz de caminar por el filo de lo improbable, renovando la extrañeza, truncando cada esperanza, alumbrando nuevos atisbos. No es de extrañar que Budai acabe inculpándose de ineptitud.
"La culpa ha de residir en él mismo, en su carácter, al que son ajenos toda clase de agresividad y los empujones; esta idea se le revela en el acto por más dormido y ebrio que está. Hasta que no logre vencer su pusilánime modestia, su miedo a molestar, no conseguirá jamás salir de aquí ni tan sólo dar noticias suyas a fin de que alguien pueda socorrerlo. Ha de librar una batalla consigo mismo, no hay vuelta de hoja. Tiene que transformarse de pies a cabeza, es la única manera de recobrar su anterior, su verdadera vida, su personalidad." pág. 98-99
Las pesadillas de un hombre solo y perdido en un mundo que le es ajeno indefectiblemente nos conduce a Kafka; pero aprecio en Karinthy una radicalidad mayor. Mientras Josef K. es detenido para ser juzgado, Budai se hace detener  en un intento de acceder a la Ley y a la Autoridad. Pero irremisiblemente es expulsado a la calle. Kafka nos hace vislumbrar una Ley -divina o humana- absurda; Karinthy nos abandona al caos y la indiferencia. Budai no le importa a nadie.

En el colmo del absurdo y la incomprensión da en pensar que a su alrededor se concitan tantas lenguas como personas 
"Budai tuvo la extraña sensación de que la demás gente, también, no hacía más que proferir expresiones sonoras completamente desprovistas de sentido y que, claramente, nadie escuchaba a nadie. ¿Y habría que contemplar la posibilidad de que las propias personas no se comprendan unas a otras? ¿Que los habitantes se expresen en dialectos variados, incluso en idiomas varios? Por un momento, una idea descabellada la pasa por la cabeza, que, por cierto, tiene bastante recalentada: ¿Habrá acaso tantas lenguas como personas hay? " pág. 231
Sobrevivir en primera instancia; pero escapar es el objetivo. Aunque la huida también plantea cuestiones.
"¿Está en una región no repertoriada de este planeta, y aún no ha descubierto en qué continente, o bien en qué tierras vírgenes, donde es el primer pionero de su especie...? Ya que si esta última hipótesis es la correcta, no tiene derecho a levar anclas sin más, le incumben unas tareas primordiales, las de un explorador: localizar, por ejemplo, esta ciudad, este país, el continente en que se hallan, identificar a sus pobladores, la lengua que hablan, etc., y luego partir, llevando la nueva consigo". pág 131
Una de las mayores extrañezas que conjuga el libro es que, siendo Budai lingüista y políglota se ve incapaz de penetrar un idioma irreductible. Y eso que su idioma es el húngaro, una de las lenguas europeas, junto al euskera, que no comparte raíces ni relaciones con otras. 
Otro aspecto a señalar es que siendo el lenguaje lo que conforma nuestro pensamiento, no es de extrañar la perplejidad de Budai ante esta inextricable realidad. Una realidad con evidentes y sospechosas homegeneidades. Tanto la comida como la bebida tienen un único sabor, asquerosamente dulce; y las hordas antipáticas que ocupan cada rincón repiten una uniformidad que nos remite al 1984 de Orwell y a ciertos países ya casi abstractos: "A este respecto, le viene a la mente aquel vigilante negro, en la policía, vestido con aquellos monos de trabajo de tela, que se repiten, por cierto, en todas partes: ¿es acaso posible que tantas personas de ambos sexos, vestidas de idéntica manera, sean todas policías o carceleros?."
No es la única connivencia con 1984, donde podemos leer: "lo más característico de la vida moderna no era su crueldad ni su inseguridad, sino sencillamente su vaciedad, su absoluta falta de contenido".
Ese sería finalmente el poso del libro
George Grosz, "Metrópolis"

Rosa Montero identifica el regalo de Karinthy: "nos ha regalado una imagen poderosa y perdurable, un emblema de la desolada, alienada vida moderna". Por su certeza y claridad reproduzco unos párrafos del postfacio, que firma Eduardo Gallarza.
"Es una lucha, verdaderamente, un duelo -Budai frente a la ciudad-, y su primera derrota, la más llamativa quizá, la sufre en el terreno del lenguaje. No existe un "idioma incomprensible", ese oxímoron entraña una contradicción en los términos.
(...)
Budai es un lingüista, un filólogo emérito, y por si fuera poco, un extraordinario políglota, la persona en principio mejor armada para descubrir las reglas de un idioma nuevo, pero su ciencia misma tan sólo le permite medir la hondura de su fracaso; no consigue que su amiga Epepé le identifique con certeza los numerales -lo cual no deja de ser paradójico, siendo ella una ascensorista-, y tan ajena le resulta la fonética del idioma que ni siquiera consigue pronunciar correctamente su nombre: Epepé, Teté, Bebé, Tietié, y así ad nauseam.
(...)
Un mundo agresivo, frenético y despiadado, un maremágnum de violencia latente en el que hasta las viejecitas pegan patadas y dan pisotones para avanzar por la acera, en el que las reyertas estallan por cualquier motivo y en el que la policía desde luego no se anda con chiquitas, un tejido social a todas luces disfuncional, con calles atestadas de pedigüeños y tullidos, una atmósfera contaminada, viciada, irrespirable"

lunes, 10 de febrero de 2014

La CASA de HOJAS - de Mark Z. Danielewski

El traductor Javier Calvo nos acerca a esta obra de culto. El artículo completo aquí.
Su publicación ha sido una tarea compleja como pocas y hay que agradecérselo a las editoriales Alpha Decay y Pálido Fuego.









DIOS ES UNA CASA

(…) 
(La casa de hojas) Es un libro absolutamente extraño y fascinante, y además uno de los más divertidos de traducir que me he encontrado nunca. Principalmente quiero escribir unas líneas porque conozco la historia de este libro, el fanatismo de sus seguidores y su capacidad para generar controversia y hacer correr ríos de tinta en las redes. Conociendo también la escena literaria española, imagino que el libro dará que hablar, aunque sea en un contexto restringido, y me apetece adelantarme a cualquier posible debate con mis propias opiniones. 
(…)
La casa de hojas es famosa por varias cosas. En primer lugar, por su uso complejo y profundo del formato del libro. De hecho, pese a que en muchos sentidos es una de las cimas del hipertexto literario, La casa de hojas me parece absolutamente inimaginable en formato electrónico. Es un libro irreductible al e-book. Sus múltiples cadenas y niveles de autorreferencialidad se apoyan firmemente en su condición de falso aparato de notas a una falsa disertación académica, con los distintos niveles de metatextualidad señalados con cambios de tipografía y color de la tinta. Por otro lado, los vínculos entre cadenas de apéndices al texto o notas al pie a menudo están rotos, de la misma manera que el texto está incompleto y constituye en todos los niveles el opuesto del formato académico que él mismo satiriza. Además de esto, La casa de hojas es famosa por ser de las pocas obras mainstream de los últimos tiempos que han empleado con éxito “texto liberado”, por usar la expresión de Marinetti, es decir, que no tiene una maqueta preestablecida sino que crea continuamente caligramas y dibujos con el texto. Por último, y esta es una de las peculiaridades de la novela de Danielewski que le han conferido una extraña e inquietante segunda vida en Internet, La casa de hojas está plagada de supuestas “claves secretas” dentro del texto, escondidas en forma de anagramas, acrósticos y acertijos, que sus fans discuten acaloradamente en los foros que el propio autor, con gran astucia, ha ido abriendo en Internet a lo largo de los años. Todas estas razones han convertido La casa de hojas en el gran libro-objeto de la narrativa americana de las últimas décadas.
(...)

Existe –al menos en nuestro país– una percepción de la tradición en la que se sitúa La casa de hojas que me parece no exactamente errónea, pero sí incompleta. Muchos que la han leído la sitúan sin dudarlo en la tradición de Pynchon, Gaddis y Barth, que tiene en David Foster Wallace a su apóstol más reciente. Es obvio que hay algo de verdad en todo esto, y ciertamente La casa de hojas es uno de los grandes hitos del gafapastismo literario de la década pasada, junto con La broma infinita, Submundo o Stone Junction. Yo, sin embargo, debo de ser el único que ve la novela de Danielewski un poco al margen de esa tradición. En gran medida, cuando digo que La casa de hojas es una primera obra tremendamente original me estoy refiriendo a la dificultad de encontrarle una genealogía de progenitores literarios; es un libro que se parece muy poco a nada. La crítica ha señalado el parecido indudable, tanto argumental como conceptual, con Moby Dick (la obsesión de Navidson con su casa se compara explícitamente en el mismo texto con la de Ahab), además de su sección de extractos, su condición calidoscópica y su exceso de material. También está la comparación obvia con Pálido fuego, por el hecho de que ambos son una falsa edición anotada.

Yo añadiría como precedente a varios niveles Fascinación de Don Delillo. Y obviamente, aunque no salga en los manuales, El resplandor de Stephen King. En general, el propio libro consigue despistar bastante bien de su naturaleza obvia de novela de terror. No en vano, estamos hablando de una novela que consiste en la introducción y las notas que un loco escribe a una disertación académica que hace otro personaje ciego y desequilibrado sobre un documental que nadie encuentra y que probablemente no existe acerca de una familia que compra una casa encantada. La parte de la casa encantada queda un poco relegada a un segundo plano en las explicaciones de la novela, pero La casa de hojas es totalmente una novela de casa encantada. Su poder reside ahí. Su manejo del género, que adapta con tremenda pericia elementos del simbolismo y del expresionismo, desde Mallarmé, Rilke y Kafka hasta el propio Melville, le permite convertir la casa de Navidson en un vórtice poderosísimo de asociaciones simbólicas que deben mucho más al legado literario del fin de siglo y el primer modernismo que a la tradición postmoderna. Explotando esas asociaciones por medio de una técnica literaria basada en explicitar sus propias referencias, citas y patrones y explotarlas hasta un punto de sobresaturación, la casa se convierte en un nodo metafórico que escapa con éxito (gracias a esa misma saturación) de toda interpretación mecánica o fácil: representa la vida familiar, es cierto, y también representa la propia idea de casa en un sentido atávico, en tanto que polo de un binomio dentro/fuera cuyo trastorno es uno de los grandes ejes argumentales del libro.


Sin embargo, pese a que sus ramificaciones interiores y su oscuridad son representaciones de los fantasmas en el armario de la familia Navidson, del romance familiar freudiano y de los traumas de todos sus integrantes (la novela tiene una lectura psicoanalítica apasionante, que Danielewski deja esbozada), el autor consigue escaparse de esa esclerotización del sentido. La casa de Ash Tree Lane es todo y nada, es una ballena blanca capaz de asumir todos los significados y ninguno, un símbolo hermético y mallarmeano, una divinidad a la que se accede a través de la negación absoluta de todo, al modo místico, y una incapacidad para articular. Gran parte de ese éxito de representación, creo yo, viene de su descripción de la casa. De las partes “de género”, las que parecen una película de terror, los infinitos cambios de la casa, sus expansiones y sus ataques (yo pasé miedo auténtico la primera vez que leí el libro). La imaginería de terror de La casa de hojas es fresca y poderosa, y de las pocas que no han sido cooptadas y vulgarizadas por el cine, precisamente por su condición intrínsecamente textual y resistente a la traducción.
(...)

viernes, 7 de febrero de 2014

La GRAN ESTAFA AMERICANA - de David O. Russell

American Hustle
EEUU, 2013










La historia, entretenida y bien trabada. La ambientación setentera, plenamente conseguida. Los personajes, reconocibles y bien trazados. Entonces  ¿por qué salgo insatisfecho de la sala?

La película es un jolgorio que se pretende vitamínico y chispeante, pero me suena falso. He leído muchos artículos que la comparan con un Scorsese. Qué exageración. Metes un poco de rock, un par de travelings y alguna voz en off y  ¿ya está?.  Yo creo que no. Eso se llama manierismo, afectación con que se suple la falta de originalidad. Falta la potencia del maestro, su visceralidad, su complejidad y, voy a decirlo, su sinceridad. American hustle en cambio, es una película impostada como la tortilla de pelo que luce en su cabeza Christian Bale.

La cinta interpreta unos hechos acontecidos en 1978; la investigación de un oficial del FBI que recluta a un estafador de poca monta y a su amante para perseguir casos de corrupción. En su día se conoció como el caso Abscam.


A falta de relatar un gran golpe o una gran investigación (los políticos finalmente detenidos son algo sólo tangencial, no son el objeto de la película), el asunto se centra en el retrato de estos estafadores atrabiliarios; lo cual podría ser magnífico, pero ahí es donde Russell da la de arena. No le llega la chispa ni la mala leche, no se atreve o no sabe rasgar esos corazones y los nuestros.
Encuentro muy pocos momentos de verdad en la película. Bradley Cooper me parece un histrión interpretando al agente Richie DiMaso (que en la realidad se llamaba Anthony Amoroso Jr. ¡!). Christian Bale deambula enterrado en su barriga y su tortilla de pelo durante gran parte de la película.

La trama avanza entretenida y bullanguera, divertida a ratos pero sin levantar grandes pasiones hasta que de pronto aparece Robert de Niro. No creo que llegue a cuatro minutos su intervención. La pareja de estafadores que sirve de gancho a DiMaso va echando el anzuelo aquí y allá hasta que se topa con la mismísima Cosa Nostra. Y allí está el viejo mafioso, duro como el pedernal y desconfiado como una serpiente. Se sienta ante estos dos pendejos y les mira a los ojos. ¡Uf!  Ahí sí que hay tensión. Encima el gran de Niro no aparece en los créditos y yo creo que es porque está en otra película.

Los otros breves momentos de verdad los aporta esa pequeña joya que es Jennifer Lawrence, culminados en la escena en que reclama a su marido que le dé las gracias después de haberle metido en un lío de pelotas. Así es nuestra chica.

Estrepitosa y entretenida hasta el final, sin embargo no es la gran película de la que tantos galardones hablan. 

David O. Russel tiene una filmografía peculiar, exitosa casi siempre pero a falta del punch definitivo. Cuando fui a ver Los tres reyes no pensaba que fuera más que una de esas burdas películas americanas tan patrioteras como vulgares. Y me sorprendió. Me encontré una estupenda película que con desenfado denunciaba una gran hipocresía. Me ganaron esa panda de arrampladores que se redimen. También me gustó y mucho The Fighter, con una pareja de hermanos boxeadores muy pegados al suelo y a un entorno familiar bien problemático. Pero cuando entré a ver esta Estafa Americana, esperando una gran película, me he encontrado con una medianía. Todo me resulta superfluo e indoloro. El pobre Christian Bale vuelve a realizar un enorme esfuerzo físico (como en El maquinista o The fighter) pero no le saca rédito. Sólo hacia el final, cuando el tinglado amenaza ruina y él quiere proteger al único político honesto que conoce, es capaz de trascender sus postizos y trasladarnos un poco de verdad.

miércoles, 5 de febrero de 2014

La FURIA - de Silvina Ocampo


                                                            Monamourmatrahison


                                                                                                                                   (Para mi amigo Octavio.)


Por momentos creo que oigo todavía ese tambor. ¿Cómo podré salir de esta casa sin ser visto? Y, suponiendo que pudiera salir, una vez afuera, ¿cómo haría para llevar al niño a su casa? Esperaría que alguien lo reclamara por radio o por los diarios. ¿Hacerlo desaparecer? No sería posible. ¿Suicidarme? Sería la última solución. Además ¿con qué podría hacerlo? ¿Escaparme? ¿Por dónde? En los corredores, en este momento, hay gente. Las ventanas están tapiadas.
Me formulé mil veces estas preguntas a mí mismo hasta que descubrí el cortaplumas que el niño tenía en la mano y que guardaba de vez en cuando en el bolsillo. Me tranquilicé pensando que podía, en última instancia, matarlo, cortándole, en la bañadera, para que no ensuciara el piso, las venas de las muñecas. Una vez muerto lo colocaría debajo de la cama.
Para no volverme loco saqué la libreta de apuntes que llevo en el bolsillo, y mientras el niño jugaba de un modo inverosímil con los flecos de la colcha, con la alfombra, con la silla, escribí todo lo que me había sucedido desde que conocí a Winifred.
La conocí en Palermo. Sus ojos brillaban, ahora me doy cuenta, como los de las hienas. Me recordaba a una de las Furias. Era frágil y nerviosa, como suelen ser las mujeres que no te gustan, Octavio. El pelo negro era fino y crespo, como el vello de las axilas. Nunca supe qué perfume usaba, pues su olor natural modificaba el del frasco sin etiqueta, decorado con cupidos, que vislumbré en el interior revuelto de su cartera.
Nuestro primer diálogo fue breve:
—Che, no parecés argentina, vos.
—Es claro. Soy filipina.
—¿Hablás inglés?
—Es claro.
—Podrías enseñarme.
—Para qué.
—Para estudiar me vendría bien.
Ella paseaba con un niño que cuidaba: yo, con un libro de matemáticas o de lógica, debajo del brazo. "Winifred no era muy joven; lo advertí por las venas de las piernas, que formaban pequeños arbolitos azules a la altura de la rodilla y por la hinchazón pronunciada de los párpados.
Me dijo que tenía veinte años.
La veía los sábados por la tarde. Durante un tiempo, recorriendo el mismo trayecto del primer día, desde el busto de Dante, que queda junto a un aguaribay, hasta la jaula de los monos, mirando la punta de nuestros zapatos tiznados con polvo, o dando carne ruda a los gatos, repetimos el mismo diálogo, con distinto énfasis, casi  podría decir con distinto significado. El niño tocaba sin cesar el tambor. Nos cansamos de los gatos el día en que nos tomamos de la mano: no alcanzaba el tiempo para cortar tantos pedacitos de carne cruda. Un día llevamos pan a las palomas y a los cisnes: esto fue un pretexto para retratarnos al pie del puente que comunica con la isla clausurada del lago, cuyo portón abunda en inscripciones pornográficas. Quiso escribir su nombre y el mío junto a una de las inscripciones más obscenas. Le obedecí con desgano.
Me enamoré de ella cuando pronunció un alejandrino  (Octavio, me enseñaste métrica).
—Me acuerdo de mis plumas de ángel, cuando era chica.
Para no turbarme, la miré en el agua. Creí que lloraba.
—¿Tenías plumas de ángel? —pregunté con voz sentimental.
—Eran de algodón y muy grandes —me respondió—. Encuadraban mi cara. Parecían de armiño. Para el día de la virgen, las hermanas del colegio me vistieron de ángel, con un vestido celeste; una túnica, no un vestido. Debajo llevaba una malla celeste y zapatos celestes también.
Me hicieron rulos y me los pegaron con goma arábiga. Le coloqué mi brazo alrededor de la cintura, pero siguió hablando:
—Sobre la cabeza me pusieron una corona de azucenas artificiales. Las azucenas son muy fragantes, creo que eran nardos. Sí, nardos. Vomité durante toda la noche. Nunca olvidaré ese día. Mi amiga Lavinia, a quien estimaban tanto como a mí en el colegio, recibió la misma distinción: la vistieron de ángel, de ángel rosado (el ángel rosado era menos importante que el ángel celeste).
(Recordé tus consejos, Octavio, no hay que ser tímido para conquistar a una mujer.)
—¿No querés que nos sentemos? —le dije, abrazándola, frente a un banco de mármol.
—Sentémonos en el césped —me dijo.
Dio unos pasos y se echó al suelo.
—Me gustaría encontrar un trébol de cuatro hojas ... y me gustaría darte un beso.
Prosiguió, como si no me hubiera oído:
—Mi amiga Lavinia murió aquel día: fue el día más feliz y más triste de mi vida. Feliz, porque las dos estábamos vestidas de ángel; triste porque perdí para siempre la felicidad.
Para que tocara sus lágrimas, puso mi mano sobre su mejilla.
—Siempre que la recuerdo, lloro —dijo, con voz entrecortada—. Aquel día festivo terminó en tragedia. Una de las alas de Lavinia se encendió en la llama del cirio que yo llevaba en mi mano. El padre de Lavinia se precipitó para salvar a su hija: la cargó, corrió al presbiterio, atravesó el patio, entró en el cuarto de baño con esa antorcha  viva. Cuando la sumergió en el agua de la bañadera ya era tarde. Mi amiga Lavinia yacía carbonizada. De su cuerpo quedó sólo este anillo que cuido como oro en polvo —me dijo, mostrando en su anular un anillito con un rubí—.
Un día, jugando, me prometió que me regalaría el anillo cuando muriera. No faltó gente mal intencionada que me acusara de haber incendiado a propósito las alas de Lavinia. La verdad es que sólo puedo jactarme de haber sido bondadosa con una persona: con ella. Yo vivía dedicada como una verdadera madre a cuidarla, a educarla, a corregir sus defectos. Todos tenemos defectos: Lavinia era orgullosa y miedosa.
Tenía el pelo largo y rubio, la piel muy blanca. Para corregir su orgullo, un día le corté un mechón que guardé secretamente en un relicario; tuvieron que cortarle el resto del pelo, para emparejarlo. Otro día, le volqué un frasco de agua de Colonia sobre el cuello y la mejilla; su cutis quedó todo manchado.
El niño tocaba el tambor junto a nosotros. Le dijimos que se alejara, pero no nos obedeció.
—¿Si le quitásemos el tambor? —inquirí con impaciencia.
—Tendría un ataque de nervios —me respondió Winifred.
—¿Podré verte algún día, sin el chico o sin el tambor?
—Por ahora, no —respondió Winifred.
Llegué a creer que era hijo de ella, tanto lo complacía.
—¿Y la madre, la madre nunca puede estar con él? —le pregunté un día, con acritud.
—Para eso me pagan —me contestó, como si la hubiera insultado.
Después de una serie de besos, que cambiamos entre los follajes, continuó sus confidencias, sin que el niño dejara de tocar el tambor.
—En las Filipinas hay paraísos.
—Aquí también —le respondí, creyendo que hablaba de árboles.
—Paraísos de felicidad. En Manila, donde yo nací, las ventanas de las casas están adornadas de madreperla.
—¿Con ventanas adornadas de madreperla logra uno ser feliz?
—Estar en el paraíso equivale a lograr la felicidad; pero siempre llega la serpiente y uno la espera. Los temblores de tierra, la invasión japonesa, la muerte de Lavinia, todo ocurrió después. Lo presentí, sin embargo.
Mis padres siempre colocaban afuera de nuestra casa, junto a la puerta principal un platito con leche para que las víboras no entraran en la casa. Una noche se olvidaron de colocar la leche afuera. Cuando mi padre se metió en la cama, sintió algo caliente entre las sábanas. Era una víbora. Para matarla de un balazo tuvo que esperar hasta la mañana. No quería asustarnos con la detonación. Aquella vez presentí todo lo que iba a ocurrir. Fue una premonición. Arrodillada en la capilla del colegio trataba de pedir protección a Dios, pero siempre que estaba arrodillada, mis pies me molestaban. Los doblaba hacia afuera, hacia adentro, para un lado, para el otro, sin hallar postura adecuada para el recogimiento.
Lavinia me miraba con asombro; ella era muy inteligente y no podía comprender que uno tuviera esas dificultades frente a Dios. Ella era sensata; yo era romántica. Un día, vagando con un libro, en un campo cubierto de lirios, me dormí. Era ya tarde. Me buscaron con linternas: el cortejo iba encabezado por Lavinia. Allí los lirios dan sueño, son flores narcóticas. Si no me hubieran encontrado, seguramente usted no estaría hablando hoy conmigo.
El niño se sentó junto a nosotros, tocando el tambor.
—¿Por qué no le sacamos el tambor y se lo tiramos al lago? —me aventuré a decir—. Me aturde el ruido.
Winifred dobló su impermeable rojo, lo acarició y siguió hablando:
—En los dormitorios del colegio, Lavinia lloraba de noche, porque temía a los animales. Para combatir sus inexplicables terrores, metí arañas vivas adentro de su cama. Una vez metí un ratón muerto que encontré en el jardín, otra vez metí un sapo. A pesar de todo no conseguí corregirla; su miedo, por lo contrario, durante un tiempo se agravó. Llegó al paroxismo el día en que la invité a mi casa. Alrededor de la mesita donde estaba dispuesto el juego de té con las masas, coloqué todas las fieras que mi padre había cazado en África y había mandado embalsamar: dos tigres y un león. Lavinia no probó la leche ni las masas aquel día. Yo jugaba a darle de comer a las fieras. Ella lloraba. La llevé a las hamacas del jardín, para consolarla. No cesó de llorar, hasta el momento en que anocheció. Entonces aproveché la oscuridad para esconderme detrás de unas plantas. El miedo secó sus lágrimas. Creyó que estaba sola. El sitio de las hamacas quedaba retirado de la casa. Permaneció de pie, junto a un banco rústico, rascándose nerviosamente las rodillas, hasta que aparecí cubierta de hojas de banano. En la oscuridad adiviné la palidez de su cara y los hilitos de sangre de sus rodillas arañadas. Dije su nombre, tres veces: Lavinia, Lavinia, Lavinia, tratando de cambiar mi voz. Palpé su mano helada.
Creo que se desvaneció. Esa noche tuvieron que ponerle bolsas de agua caliente en los pies y bolsas de hielo en la cabeza. Lavinia dijo a sus padres que no quería verme más. Nos reconciliamos, como es natural.
Para celebrar nuestra reconciliación, fui a su casa con varios regalos: chocolate y una pecera con un pez rojo; pero lo que más le desagradó fue un monito, vestido de verde, con cuatro cascabeles. Los padres de Lavinia me recibieron con cariño y me agradecieron los regalos, que Lavinia no me agradeció. Creo que el pez y el mono murieron de inanición. En cuanto al chocolate, Lavinia no lo probó. Tenía la manía de no comer dulces, razón por la cual la reprendían, cuando no le metían a la fuerza en la boca, bombones o dulces que yo siempre le regalaba.
—¿No querés que paseemos por otra parte? —le dije, interrumpiendo sus confidencias—. Está lloviendo.
—Bueno —me contestó, poniéndose el impermeable.
Caminamos, cruzamos la avenida de las palmeras, llegamos al Monumento a los Españoles. Buscamos un taxímetro. Di las instrucciones al chauffeur. En el camino compramos chocolate y pan, para el niño. La casa era como las otras de su género, un poco más grande, tal vez. La habitación tenía un espejo con molduras doradas y un perchero, cuyas perchas lucían en sus extremidades cuellos de cisne. Escondimos el tambor debajo de la cama.
—¿Qué hacemos con el niño? —pregunté, sin recibir otra respuesta que el abrazo que nos condujo a un laberinto de otros abrazos. Penetramos, nos demoramos en la oscuridad como en un túnel, cegados por la luz del jardín donde habíamos estado.
—¿Y el niño? —volví a interrogar, viendo su ausencia, su sombrero de paja y sus guantes blancos en la penumbra—. ¿No estará debajo de la cama?
—Ese andariego andará por los corredores de la casa.
—¿Y si alguien lo ve?
—Pensarán que es el hijo del dueño.
—Pero no permiten traer niños.
—¿Cómo lo dejaron pasar?
—No lo vieron, debajo de tu impermeable.
Cerré los ojos y aspiré el perfume de Winifred.
—Qué cruel fuiste con Lavinia —le dije.
—¿Cruel, cruel? —me respondió, con énfasis—. Cruel soy con el resto del mundo. Cruel seré contigo —dijo, mordiendo mis labios.
—No podrás.
—¿Estás seguro?
—Estoy seguro.
Ahora comprendo que sólo quería redimirse para Lavinia, cometiendo mayores crueldades con las demás personas. Redimirse a través de la maldad. Después salí en busca del niño, porque ella me lo pidió. Vagué por los corredores. No había nadie. Me detuve en el patio donde llegaban los taxímetros con parejas que ocultaban risas, alegría, vergüenza. Un gato blanco se trepó a una enredadera. El niño estaba orinando junto a la pared. Lo alcé y lo llevé escondiéndome lo mejor que pude. Al entrar en el cuarto, primeramente no vi nada; la oscuridad era absoluta. Luego advertí que Winifred ya no estaba. Nada de ella había quedado, ni su cartera, ni sus guantes, ni el pañuelo con iniciales celestes. Abrí bruscamente la puerta para ver si la alcanzaba en el corredor, pero no hallé ni el perfume de ella. Volví a cerrarla y mientras el niño jugaba peligrosamente con los flecos de la colcha, descubrí el tambor. Revisé todos los rincones en donde Winifred hubiera podido, en su distracción, dejar algo de ella, algo que me ayudara a encontrarla de nuevo: su dirección, la dirección de una amiga, el apellido de ella.
Intenté varios diálogos con el niño, que me fueron de poca utilidad.
—No toques el tambor. ¿Cómo te llamas?
—Cintito.
—Ése es un sobrenombre, ¿cuál es tu verdadero nombre?
—Cintito.
—¿Y tu niñera?
—Niní.
—¿Y qué más?
—Nada más
—¿Dónde vive?
—En una casita.
—¿Dónde?
—En una casita.
—¿Dónde está esa casita?
—No sé.
—Te doy bombones, si me decís cómo se llama tu niñera.
—Dame bombones.
—Después. ¿Cómo se llama?
Cintito siguió jugando con la colcha, con la alfombra, con la silla, con los palillos del tambor.
¿Qué haré?, pensaba, mientras hablaba con el niño.
—No toques el tambor. Más divertido es hacerlo rodar.
—¿Por qué?
—Porque no hay que hacer ruido.
—Si yo quiero.
—No toques te digo.
—Entonces devolveme el cortaplumas.
—No es un juguete para niños. Podrías lastimarte.
—Tocaré el tambor.
—Si tocas el tambor, te mato.
Comenzó a gritar. Lo tomé del cuello. Le pedí que se callara. No quiso escucharme. Le tapé la boca con la almohada. Durante unos minutos se debatió; luego quedó inmóvil, con los ojos cerrados.
Vacilar es una de mis perdiciones. Durante minutos que me comunicaron con la eternidad, repetí: ¿Qué haré?
Ahora sólo espero que se abra la puerta de mi cárcel donde todavía estoy encerrado. Siempre fui así: por no provocar un escándalo fui capaz de cometer un crimen.



                                    En   La furia y otros cuentos, Silvina Ocampo. Orión, Buenos Aires, 1976.