sábado, 4 de enero de 2014

BEETHOVEN ante el TELEVISOR - de José Hierro



Escuchando el Concierto de Año nuevo de este recién estrenado 2014, desde la Sala Dorada del Musikverein de Viena, no podía dejar de percibir la concentración del director invitado este año, Daniel Barenboim, sus gestos y complicidades. La admiración que profeso por este humanista, director de orquesta y pianista me llevó a imaginar el itinerario de la música en su cabeza y recordé un poema del maestro José Hierro. Recuerdo que la primera vez que lo leí tergiversé el verso "ahora sí que el silencio era absoluto", por "ahora sí que la música era absoluta".



BEETHOVEN ANTE EL TELEVISOR


El alemán de Bonn identificaba
todos los sones de la naturaleza:
el del mar, el del río, el del viento y la lluvia,
el canto del ruiseñor, el de la oropéndola, el del cuco.
Un día, cantó un ave, y él no oía su canto:
fue la primera señal de alarma.
Luego avanzó implacable la sordera
hasta desembocar en la noche de los sonidos.
Compuso, desde entonces, imaginándolos.
Nunca pudo escuchar su misa en Re,
sus últimos cuartetos, su última sinfonía.

Luis Van Beethoven murió en mil ochocientos veintisiete
(es lo que piensan los desinformados),
pero yo le he visto en el Lincoln Center.
Fue en los años noventa. Ocupábamos
asientos contiguos. Yo lo reconocí
por su expresión huraña y tierna y feroz.
Y también por el desaliño de que nos hablan sus biógrafos.
Escribí en mi programa estas palabras:
“Excelente concierto”. Y él asintió:
“No se moleste en escribir, oigo perfectamente”.

Después, en el descanso, hablamos de su música,
(sin duda se dio cuenta
de que acababa de reconocerlo.)
Avisaron que había que volver
a las sala para escuchar el plato fuerte,
la Novena. Pero él, van Beethoven,
dio medio vuelta y se marchaba.
“Pero, ¿precisamente ahora?” le pregunté,
“Yo regreso al hotel. Voy a escuchar
la Novena Sinfonía en el televisor,
la transmiten en directo”, contestó.
“¿Me permite que le acompañe?”, dije.
Y se encogió de hombros.

Pues aquí acaba todo.
Nos sentamos ante el televisor.
Escuchamos el golpe de batuta
sobre el atril. Silencio. Y la orquesta rugió.
Entonces, Ludwig van Beethoven
se levantó y apagó el sonido.
Ahora sí que el silencio era absoluto.

Canturreaba a veces, levantaba la mano
para indicar la entrada a los timbales
en el Scherzo. Lloró con el adagio,
enardeció cuando cantaba el coro
las palabras de Schiller.
Yo nunca podré oír, nadie podrá
lo que él oía. Finalizó el concierto.
Fue entonces cuando se levantó,
y se acercó al televisor,
recuperó el sonido.
Las cámaras enfocaban ahora
al público enardecido.
Van Beethoven oía, en mil novecientos noventa,
los aplausos que no podía oír en Viena,
en mil ochocientos veinticuatro.


                                        José Hierro, Cuaderno de Nueva York (Hiperión, 1998)

  

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