sábado, 6 de abril de 2013

Viento Norte

de Enrique Anderson Imbert



El cuento "Viento Norte" pertenece al libro La locura juega al ajedrez (1971) y está incluido en la Antología El leve Pedro.




"A poco de llegar a Londres, en 1936, me convidaron a una fiesta. La deslucía uno de los invitados, tan consumido, tan demacrado que pensé: "¿Habrá tenido este infeliz la horrible ocurrencia de venir a morirse aquí?". No era viejo: cincuenta años, a lo más, pero desde mis veinticinco lo vi anciano. Tampoco era de débil constitución: su cuerpo, bajo si se considera que era inglés, dejaba adivinar una musculatura que en mejores tiempos habría sido capaz de levantar pesas en el circo. Sin embargo, el pobre estaba para que lo sacaran en camilla al sol: más que pálido, cadavérico. De seguro que algún accidente lo había arruinado y ahora los ojos azuleaban serenos y distantes como si ya hubieran avizorado a la muerte. 
Sea que las gentes lo rehuyeran o que él se apartase de ellas, lo cierto es que ese espectro de hombre -delgado, macilento, tembleque- amenazaba con desvanecerse en un rincón. Antes de que se desvaneciera del todo acudió la dueña de casa, me cuchicheó "es un famoso escritor" y me presentó. Su nombre  William Fry Harvey, no me dijo nada. Famoso, sí... Famoso para la dueña de la casa, quien, dicho sea de paso, después de haberme clavado con ese Harvey, se fue muy aliviada a reunirse con los amigos en el lado más bullicioso de la sala.
Como yo me fatigaba de sólo mirar la fatiga de Harvey -ya no podía tenerse en pie; cualquiera hubiera podido derribarlo con un dedo- le propuse que nos sentáramos. Accedió y, a paso de tortuga, nos metimos en un corredor y acabamos en un estudio desierto. Con dificultad y acaso con dolor se acomodó en un sillón blanco que hasta entonces, en contraste con los austeros grises de la habitación, había parecido muy alegre, pero que, de pronto, al recibir el peso de un enfermo, adiós alegría, se redujo a uno de esos tristes asientos en las salas de espera de los hospitales. Arrimé una silla y me le senté enfrente. Es la postura clásica -tête-à-tête- que invita a contar cuentos.
Debió de haber notado en seguida, por mi pronunciación  que yo era extranjero, pero, con típica discreción británica, no me averiguó de dónde era. Sólo cuando, en el curso de la conversación, mencioné a Buenos Aires, me preguntó si yo era argentino. habiéndole dicho que sí, se disculpó por el clima de Londres como si él tuviera la culpa, como si él -seco, canoso, friolento- fuera el invierno mismo.
   -¡Lo que va a sufrir usted con los fríos de Londres! -me compadeció-. Usted, acostumbrado al clima templado de su país...
   -No crea -le repliqué-. Prefiero el invierno. Allá en Buenos Aires ahora es verano. Uno se asa. La temperatura pasa a veces de los cuarenta grados. Y cuando sopla el Viento Norte no le digo nada. Nace en las regiones caldeadas del ecuador, junta los vapores del océano, pasa por selvas y pantanos del trópico, arrastra todos los virus que encuentra y se queda en la mal llamada Buenos Aires hasta que la atmósfera ya no da más y se descarga en tempestad eléctrica. En esos días no se puede vivir. Los nervios no aguantan. Nada aguanta: chorrean las paredes, los muebles se descolan, las llaves se enmohecen en el bolsillo, los libros se cubren de verdín, las costuras del traje se pudren de sudor... ¡Huy! Viscoso, todo viscoso... La irritación de las gentes es tal que, junto con el mercurio de los termómetros, sube el índice de criminalidad. No exagero. La policía lo sabe: son días de discusiones, locuras, peleas y asesinatos. Créame, míster Harvey: de un verano en Buenos Aires, sobre todo cuando sopla el Viento Norte, un escritor podría sacar mucha materia para cuentos e violencia. 
   -¿También usted es escritor? -me dijo fingiendo cómicamente una mirada aprehensiva.
  -Oh, no -le contesté riéndome-. Periodista y gracias. Pero me gusta regalar anécdotas a los escritores amigos. ¿Quiere que le regale una?
Míster Harvey sacó la boca de donde la tenía sumida y se esforzó en ponerla en una sonrisa.
   -A ver qué le parece esta anécdota, que causó sensación en los círculos intelectuales de Buenos Aires. Un poco más y se hace folklore. A mí me la contaron varias veces, y en diferentes versiones.
Y se la conté, más o menos, como la recuento ahora y aquí.

*  *  *

El 19 de enero de 1934 -a las dos de la tarde el termómetro indicó la máxima absoluta de cuarenta y cinco grados- Masaccio, viñetista italiano a sueldo de la editorial Espasa, se derretía en una pieza de hotel. Fue a apantallarse con un cartón y de pronto, obedeciendo a una fuerza inexplicable como no sea por el hábito de jugar con el lápiz, se puso a borrajear un croquis. El lápiz no ligaba los trazos, sino que, caprichosamente, los dispersaba por el cartón. Ese rayado ¿para qué servía?: ¿para un banco, para una puerta? y este perfil que sube ¿dónde va? Ah, quizá quiere contornear un cuello, un mentón, una mejilla... Era como si un segundo Masaccio -sin haber comunicado su plan al primer Masaccio- estuviera dibujando por él. Aunque no. No era un doble. Un doble duplicaría, con idéntica imaginación, su modo de concebir los detalles del diseño. Estos, en cambio, le eran ajenos. No. Un doble, no. Más bien era otro artista, muy distinto, que se había metido en el cuerpo de Masaccio y desde adentro le conducía el brazo. Ahora los rasgos empezaron a juntarse. Cinco, diez, quince minutos después ya el bosquejo estaba cobrando sentido. Se movía, vivía. Masaccio miraba lo que había hecho y no lo podía creer. ¿Él, era él, él, quien estaba dibujando eso? Por lo pronto, la escena que dibujaba era como las de la serie de Les Gens de Justice de Honoré Daumier, sólo que sin sarcasmo ni intenciones caricaturescas. Un reo, de frente, con las manos aferradas a la barandilla, abría los ojos, no tanto de desesperación por la sentencia que acababa de recibir, sino de sorpresa por lo que descubría en un cartón que el juez, de espaldas, le estaba mostrando.
Masaccio nunca había visto a ese hombre. Nunca había presenciado una escena semejante. Nunca había pisado los Tribunales. Sin embargo, el dibujo parecía copiado del natural. Las líneas, vigorosas y elocuentes, daban vida a un instante en la historia del crimen. Más que un objeto dibujado por el placer del arte por el arte era la expresión de un juicio, no solamente un juicio criminal tramitado ante los Tribunales, sino el juicio moral de un hombre sobre su prójimo, sobre su hermano. Con honda compasión, el artista ofrecía la imagen ¿de un pobre hombre?, sí, pero más: del pobre Hombre. ¿De un criminal?, sí, pero más: de un Caín juzgado por un comprensivo Abel poco antes del Juicio Final.
Masaccio era un ilustrador ornamental y fantasioso, pero esta vez, sin que él supiera ni cómo ni por qué, le había salido una obra maestra de realismo. Los detalles eran impresionantes. El esqueleto del criminal, aunque invisible, estaba presente en los gestos de su poderosa anatomía. El pelo cortado a cepillo, una cicatriz en la sien, las hinchadas fosas de la nariz, la boca abierta con un diente de menos, los ojos atónitos daban carácter a esa cabeza atormentada por oscuros pensamientos.
Masaccio paró el cartón sobre la mesa, lo admiró como si no fuera suyo y murmuró: "Este no es mi estilo; ¿será que me he muerto, en un ciclo ya perimido de mi vida de artista, y de ahora en adelante seré otro?". Turbado por la sensación de haberse despedido para siempre del que era, arrojó una mirada a la sórdida habitación, a la cama deshecha, maldijo la hora en que se desterró, pensó en la bella Italia y se lanzó a la calle.
Fue un error. La ciudad era un horno. Los pies sintieron el calor a través de las suelas de los zapatos que se hundían en el asfalto. la camisa, empapada de sudor, se pegó a las carnes: repugnante mucílago. Huyendo de sí mismo, caminó y caminó sin saber por dónde iba. Avenidas, casas, árboles vibraban en una luz irreal; él era un perro acosado que no podía tenderse en ninguna sombra. Ya a punto de desmayarse comprobó, por una verja, que esos altos muros a los que se había arrimado eran los del cementerio de Chacarita. Cruzó la calle. En un portón había una losa con letras doradas: "Marmolería de Donatello. Pedestales, balaustradas, altares, fuentes, decoración de sepulturas, inscripción de lápidas y toda clase de trabajos de marmolistería".
Ese nombre, Donatello, y el suyo propio, Masaccio, sonaron como ecos de voces que reñían en el fondo de los siglos o, en todo caso, en el fondo de la reminiscencia de una lectura olvidada, ¿lectura, tal vez, de las vidas de pintores, de Giogrio Vasari? Presintió que una lúcida divinidad, escondida detrás de un cielo que sólo a los que abajo podía parecer adusto, se disponía a meter la mano en el tablero y a jugar con el destino de dos hombrecitos que habían sido, en una remota partida, y ahora volvían a ser en esta copia de la anterior.
Masaccio entró en el patio y, del lado de la izquierda, por donde también le llegaban los latidos del corazón, oyó ruidos de martillo y cincel. ¡Qué!, ¿había en buenos aires, hundida a esas horas en un universal letargo, otra alma en pena que, como él en su hotel, se empeñaba en seguir trabajando a pesar del bochorno?
Se asomó al taller.
Un hombre, de espaldas, estaba acuclillado ante un bloque de mármol, a primera vista oficiando un esotérico ritual. La camisa era escarlata -una llamarada- y de la cabeza -o de un cigarrillo oculto- salía un humo ominoso.
Golpeó las manos.
El hombre se volvió y entonces Masaccio, como en una pesadilla, lo reconoció: era el del cartón. El mismo pelo cortado a cepillo, las mismas fosas nasales respirando fatigosamente, la misma cicatriz en la sien y, al sonreírse, un diente de menos. Salvo en la expresión -el hombre, ahora, miraba sin sorprenderse de nada- era exactamente igual. 
   -No me siento bien -dijo Masaccio desde la puerta-. ¿Podría darme un vaso de agua, por favor?
El hombre se puso de pie y se enjugó el sudor de la frente con la manga de su camisa escarlata.
Mareado, Masaccio se apoyó en un ángel de mármol, pero tuvo que retirar la mano: envuelto por el aire que reverberaba en olas de fuego ese ángel quemaba como si acabase de llegar del infierno.
   -Agua, no. Aguardiente es lo que usted necesita. Pase y siéntese -dijo el hombre-; fue a la alacena y trajo una botella, dos vasitos y una copa de agua. Digan lo que digan, no hay nada como el aguardiente. Es bueno para el corazón. Bébase esa copa y, después, dele al aguardiente.
El hombre trataba a Masaccio con familiaridad. Cualquiera hubiera dicho que eran viejos conocidos. Aun se sonrió con picardía como sabiendo que Masaccio sabía que el convite era una excusa para beber con él.
Masaccio tragó agua mientras el otro tragaba aguardiente.
   -Lamento haberlo interrumpido en su trabajo.
   -No. Justamente cuando usted entró yo terminaba de grabar una fecha, que era lo único que quedaba por hacer.
   -¿Una lápida?
   -Sí. Pero ésta no me la encargaron. Aunque debo confesarle que la he labrado de un tirón. ¡Ni que me la hubieran encargado estando yo dormido!: uno despierta y todo lo que recuerda es que hay que hacer una lápida... Hoy yo no pensaba trabajar. Imagínese. ¡Con este calor! Pero descubrí en un rincón un mármol defectuoso que no sé cómo fue a parar ahí: si lo vi antes, se me ha olvidado. Bueno. No bien descubrí el mármol defectuoso ya estaba yo, como un poseso, con las manos ocupadas en el martillo y el cincel. Todavía me pregunto qué es lo que me hizo trabajar con tanta furia. ¡Eh! Sea como sea, se me ocurrió labrar un modelo de lápida que sirva de reclamo. La exhibiré en el patio, a la vista de los que pasan. Inventé un muerte, ¡je, je, je!, lo bauticé con un nombre raro que me vino no sé si del cielo, del purgatorio o del infierno y le puse la fecha de hoy. Acérquese. Mire.
Masaccio se levantó, dio la vuelta y se enfrentó a la lápida. Decía: "Yace aquí Masaccio. Nació el 20 de noviembre de 1900. Murió, arrebatado por el destino, el 19 de Enero de 1934". 
Masaccio se tambaleó como golpeado por un portento.
   -¿Qué le pasa? Beba, beba más. Es el calor.
Y el hombre se sirvió otro vasito.
   -No es eso. ¿Sabe una cosa? Ese nombre de la lápida es el mío.
   -¿De veras? ¿Masaccio? ¡Y yo que creía que en Buenos Aires no podía haber nadie que se llamase así! ¡Qué casualidad! Bueno... Mucho gusto. Yo soy Donatello.
   -Ya sé -dijo él, y tuvo que sentarse, vencido de cansancio por un largo viaje en páginas medio olvidadas de las Vidas de Vasari. ¿Telepatía? Más, más: a sus espaldas oyó los pasos del Destino, cada vez más cerca de sus víctimas.
   -Masaccio... Donatello... -murmuró-. ¿Qué hacemos en Buenos Aires?
   -¿Por qué lo dice? ¿Por que somos italianos? ¡Bah! Buenos Aires es una colonia de fantasmas italianos.
   -Pero es que no sólo el nombre de la lápida es mío: también ésa es la fecha de mi nacimiento.
   -¡No me diga! ¡Eso sí que es coincidencia! -exclamó Donatello, y apuró otro trago-. Pero por lo menos hay algo que no coincide, ¿eh?: la fecha del óbito. ¡Ja, ja, ja!
Masaccio no quiso mencionar otra coincidencia aún más perturbadora: la de su criminal sentenciado que resultaba ser el retrato de Donatello. Vislumbró, entre desgarrones de nubes allá en los picachos de su cerebro, un enigma titilante como estrellita.
Al cabo de un rato no pudo resistir más la sospecha que lo estaba reconcomiendo y le dijo:
   -Perdóneme, pero hay algo extraño que... no sé... me gustaría aclarar. Usted nunca oyó hablar de mí, ¿no?
   -No.
   -Por mi parte, no recuerdo haberlo visto nunca a usted. Sin embargo, tengo razones para creer que debo de haberlo visto, sino personalmente, en fotografía. Dígame, ¿usted ha tenido alguna vez algo que ver con la justicia?
Donatello se puso serio.
   -¿Yo? Nunca -protestó con dignidad.
   -¿Algún lío en los Tribunales? ¿Algo que hizo y por eso lo procesaron?
   -Nunca. Ni una multa. ¿Por qué me lo pregunta? ¡Avise! ¿Acaso me ve cara de criminal?
   -¡No, no! discúlpeme -dijo Masaccio al tiempo que retrocedía un paso para librarse del halito alcohólico del hombre; precaución inútil, pues el hombre, avanzando un paso, recuperó la distancia perdida y lo apremió con el mismo aliento:
   -¡Caray! Por algo me lo habrá preguntado. Dígamelo.
   -Nada, nada.
   -Ah, eso no. No me va dejar ahora con la espina. ¿Qué se ha creído? Se mete en mi casa, lo trato bien y ahora me sale con insinuaciones...
Cuanto más hacía Masaccio por eludir una conversación que iba tomando mal cariz, más se enfurecía el otro. 
Donatello (¡Qué parecido con el dibujo!) acabó por gritar, rojo de aguardiente, loco de viento norte:
   -¡Usted me ha ofendido, desagradecido!
   -Discúlpeme -suspiró Masaccio con una voz compadecida, triste y resignada. Acababa de comprender: el juego llegaba a su fin.
Entonces, ya vesánico, Donatello volvió a agarrar el cincel. 
   -¿Y es éste el destino que, según su lápida, me arrebataría trágicamente? -preguntó Masaccio sin esperar respuesta; pero en medio del dolor y de su propio grito, alcanzó a oír:
   -Desgraciadamente, sí.

*  *  *

Con eso terminé el relato.
Míster Harvey lo había escuchado con atención, pero cuando terminé bajó la cabeza y se quedó callado. Estábamos tête-à-tête -ya lo dije- en la postura clásica que invita a contar cuentos. Excepto que lo clásico es que el viejo sea quien cuente y el joven quien escuche.
Aquí, al revés. Por si acaso míster Harvey no me había entendido el cuento -además de enfermo parecía medio sonso- se lo expliqué.
   -¿Comprende, míster Harvey? el juez, cediendo a un impulso secreto, vaya uno a saber si de humor o de perplejidad, mostró a Donatello, en el momento de sentenciarlo, el dibujo de Masaccio que la policía se había incautado en el hotel durante la investigación del asesinato. Donatello, al reconocerse, abrió tamaños ojos: fue ésa, precisamente, la expresión que Masaccio había captado. ¿Comprende? un embrollo de tiempos: todavía en el pasado cierto presente fue ya un futuro... Un misterioso cataclismo cósmico. Las vidas de Masaccio y Donatello se entreveraron, como si dos trenes que corrieran paralelamente descarrilasen, saltasen de las vías, chocasen en el aire y cayesen entrecruzados. ¿Qué le parece? Si le gusta se lo regalo. ¿Por qué, míster Harvey, no escribe sobre este suceso? Es raro, ¿no?
Cuál no sería mi sorpresa cuando míster Harvey, que me había dado la impresión de estar a las puertas de la muerte, ya sin fuerzas para hablar, me contestó, con voz cascada, sí, interrumpiéndose en accesos de tos, sí, pero con autoridad, vehemencia, irónica, lógica y amplitud:
   -¿Raro? Mucho más de lo que usted cree. En su relato hay un abominable destino que, en el mismo día, opera en forma de premonición en dos personas que se encuentran por casualidad. Llamémoslas "A" y "B", si usted no tiene inconveniente.
    -Ninguno.
  -"A" dibuja a quien va a ser su asesino y "B" graba el nombre de quien va a ser su víctima. El acontecimiento de la condena de "B" que "A" ha dibujado es posterior al acontecimiento de la muerte de "A" que "B" grabó.
Paré la oreja. Yo no había leído nada de míster Harvey, "famoso escritor" según la dueña de casa, pero qué duda había de que quien era capaz, con tal rapidez, de reducir un relato a su esquema elemental, también debía de ser capaz de construir relatos partiendo de esquemas como ése. Continuó:
   -Algo parecido a este descarrilamiento de tiempos de que usted hablaba nos está pasando a nosotros dos. 
Usted y yo nos hemos encontrado aquí también por casualidad y estamos en la inminencia de un crimen; en este caso el crimen sería un plagio. Ya lo dice el refrán: el mejor plagio es ése en el que el robo va acompañado por un asesinato; o sea, la completa obliteración del nombre del verdadero autor. Usted oyó la anécdota en Buenos Aires, varias veces, en diferentes versiones, y ahora, muy amable, me la quiere regalar para que yo la convierta en un cuento inglés. Muchas gracias. Pero esa anécdota que argentinos anónimos están transmitiendo de boca en boca, antes de hacerse folklore fue literatura. Supongo que debió de haber llegado a la Argentina un libro titulado The Beast With Five Fingers, de 1928, y cayó en manos de un conversador. Allí hay un cuento, no tan hábil como la versión de usted, pero con una situación parecida: "August heat". Léalo. Lo escribí yo.
Abrí los ojos: ¡Claro! ¿Acabáramos! ¿A qué asombrarse de que míster Harvey fuera capaz de reducir mi relato a un esquema elemental?: después de todo, ese relojero de idóneos dedos no hay más que desarmar las piezas del reloj que él mismo había armado antes...
No sé si divertido o avergonzado, exclamé:
   -¡Perdón, míster Harvey, perdón! ¡Qué plancha!: yo, con aires de gran señor, le obsequio un cuento... ¡y resulta que era de usted! ¡Qué papelón!
Mi cara debió de ser la pintura del avergonzado más que la del divertido, pues sentí que míster Harvey me miraba con simpatía. Extrañado de que en las cuencas oscuras de su calavera aún hubiera ojos que brillasen, bajé la vista y murmuré:
   -Perdóneme. Si lo plagié, fue sin querer...
   -No se aflija -me dijo, agarrándome la rodilla con los cinco dedos de su mano huesuda-. Nolens volens, todos plagiamos. uno cree inventar un cuento, pero siempre hay alguien que lo inventó antes. Tome, por ejemplo, el tema del cuadro que absorbe la vitalidad de criaturas reales o que influye sobre sus destinos. Centenares de escritores lo han elaborado: Oscar Wilde, Henry James, Galdós, Poe, Gogol, Novalis, Hoffmann, Calderón...
Mientras recitaba esa nómina -era mucho más larga, pero me la he olvidado- míster Harvey se apoyó más en mi rodilla y se fue levantando del sillón como si, después de conjurar a sus sombras, se propusiera acompañarlas a redrotiempo y dejar a cada una en su morada histórica. Entonces vi a míster Harvey como siempre la imaginación popular ha visto a los contadores de cuentos: un viejo memorioso, comunicado con los primeros sueños de los hombres.
   -Un cuento sale de otro -dijo despidiéndose con un apretón de manos-; y ése de uno anterior; y así hasta los orígenes, en la mitología. Cuando publiqué "August heat" me preguntó Montague Rhodes James si yo me había inspirado en su cuento "The mezzotint". Sospecho que no me creyó cuando le aseguré que no. Y no le mentí. En "August heat" combiné "The Prophetic Pictures", de Hawthorne, con "L´esquisse mistérieuse", de Erckmann-Chatrian, y "Die Weissagung", de Arthur Schitzler, para vestir un mito griego, ¿lo reconoce?: un oráculo ha profetizado a Ifito que alguien -él no sabe quién- será castigado por haber cometido un asesinato; al mismo tiempo otro oráculo, en otra ciudad, hacer ver a Heracles que alguien -tampoco él sabe quién- ha sido asesinado; Ifito, que anda de viaje, de pura casualidad, visita a Heracles en su casa; fatalmente, el anfitrión asesina a su huésped.
   -¡Fantástico! ¡Y yo que me creía que todo eso había pasado en Buenos Aries! -le dije poniendo cara de ingenuo."


Me fascinan las espirales y las cintas de Moëbius. El mundo y sus literaturas son como esos trenes que chocan y se entrecruzan sin cesar, que dice el narrador. Este "Viento Norte" se entrevera con el "August heat" de William F. Harvey. También Borges nos hizo visitar de nuevo el Laberinto en "La casa de Asterión", y más recientemente Javier Argüello mezcló con el clásico Enoch Soames de Max Beerbohm su "Relato acerca del tiempo, de un viejo cuento, y de la manera extraña en que ocurren las cosas", incluido en el volumen Siete cuentos imposibles.

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