jueves, 5 de mayo de 2011

El Maestro del Juicio Final









Hace algún tiempo conocí a un joven oficial de la marina que por asuntos familiares había obtenido una licencia de varios meses. Los asuntos familiares que lo ocupaban eran de una naturaleza extraña. Tuvo un hermano menor, que en nuestra ciudad había sido pintor y alumno de la Academia de Bellas Artes. Este hermano que según parece tenía bastante talento un día se suicidó. Fue un suicidio sin ningún motivo; no había ni la más remota razón para semejante acto de desesperación; el muchacho no tenía deudas ni otras preocupaciones materiales, ningún amorío, ninguna enfermedad: en una palabra, el asunto fue misterioso en alto grado. La explicación del trastorno mental momentáneo no conformó a la familia. A los padres, sobre todo, les pareció incomprensible que el hijo no hubiera dejado ninguna carta de despedida. Ni siquiera la frase de ritual en tales casos: Queridos padres, perdonadme, pero no tuve más remedio; ni siquiera estas breves líneas pudieron encontrarse entre los papeles del muerto. En general, tampoco en sus cartas anteriores había una sola palabra que permitiera sacar conclusiones respecto a intenciones de suicidio existentes o en gestación. La familia, por lo tanto, no creyó en un suicidio, y el hermano mayor tomó a su cargo el trasladarse a Viena para esclarecer el asunto.

El oficial tenía un plan firme, que puso en acción con la mayor energía y tenacidad. Ocupó el piso del hermano , tomó sus costumbres y hasta su horario, procuró conocer a las personas con quienes el muchacho había tenido relación. Evitó cuidadosamente otras ocasiones de conocer gente nueva. Se hizo alumno de la Academia, dibujaba y pintaba; pasaba unas horas diariamente en el café del que su hermano había sido parroquiano. Llevó las cosas al extremo de usar las ropas del difunto. Se inscribió en un curso de italiano para principiantes, que su hermano había frecuentado, y lo seguía con rigurosa puntualidad, aunque, como oficial de la marina, dominaba por completo aquel idioma. Y todo eso lo había con la convicción de que de este modo iba a dar indefectiblemente, por alguna casualidad, con la razón del enigmático suicidio: nadie podía hacerle concebir la menor duda acerca de esto.
Había llevado esta vida, que era en verdad la vida de otro, durante dos meses completos, y no sabría decir si en aquel tiempo se había aproximado a su objeto. Pero cierto día llegó a casa muy retrasado. Su patrona, al llevarle la comida a la habitación, no dejó de hacerle observar aquel retraso en contradicción con su manera de vivir, prevista hasta en cada minuto. No lo encontró de mal humor, aunque hizo ciertas observaciones de disgusto sobre la comida, que se había enfriado. Le contó que tenía intención de ir aquella noche a la Opera, para lo cual todavía esperaba conseguir entradas, y pidió que le sirvieran a las once una cena fría en su habitación.
Un cuarto de hora más tarde, la cocinera le trajo el café. La puerta estaba cerrada con llave, pero se oía pasear al oficial dentro de la habitación. Llamó con los nudillos, diciendo: - El café, mi teniente -. Y puso la taza en una mesilla al lado de la puerta. Un rato más tarde volvió para retirar los platos. El café todavía estaba ante la puerta sin tocar. Otra vez volvió a llamar sin recibir contestación. Escuchó entonces arrimando el oído; nada se movía, pero de repente se oyeron palabras y exclamaciones en un lenguaje desconocido para ella y enseguida un grito estridente.
Sacudió la puerta, llamó, pidió socorro, llegó la patrona y entre las dos forzaron la puerta. La habitación estaba vacía pero por las ventanas abiertas se oía ruido en la calle, y fue claro para ellas lo sucedido: abajo se amontonaba la gente alrededor de un cadáver. El joven oficial acababa de tirarse por la ventana; sobre el escritorio todavía estaba su cigarrillo encendido.


En "El Maestro del Juicio final" de Leo Perutz

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